La
caseta de la Leo
Aunque durante años
hubo en nuestra ciudad hasta tres casetas de chochos: La de la señora Manuela,
que más tarde atendería la señora Eufemia; la de la Gerarda, donde se vendían
unas gigantescas y sabrosísimas bombas -ésta fue muy efímera-, y la de la Leo,
fue esta última la que más aguantó en el implacable y desigual combate de la
vida, manejando a toda la chiquillería najerina
con mano firme y corazón tierno. Leonor Gredilla Azofra, que así es como
se llamaba mi querida y siempre
recordada Leo, bajaba de su casa muy de mañanita, agarrada del amoroso brazo de
su madre Elvira -era impedida-, quien a su vez portaba en el otro brazo la
sillita de anea en la que su quería hija estaría sentada todo el día, a abrir
la caseta en la que, a pesar de sus reducidas dimensiones -sería poco más que
un confesionario-, tenía todas las chucherías que pudiera demandar la ruidosa y
agobiante chiquillería. La señora Elvira, tras dejar convenientemente apoyada a
la Leo en una de las columnas del soportal donde estuvieron ubicadas las
casetas, abría la puerta trasera de la suya, levantaba la mitad del tablero
frontal que hacía de tejadillo, colocaba
la sillita en el centro, y ayudaba a sentarse en ella a su hija. Una vez
sentadita, la Leo, comenzaba a colocar meticulosamente sobre el tablero que
hacía de mesa -una mitad se subía y otra se bajaba-, en cajitas de plástico y
de madera, las chocolatinas Hueso, las lágrimas de naranja, limón y menta; los
regalices rojos y negros -en ocasiones los tenía de raíces-; los caramelos; las
pilongas; los chicles Dunkin, Douglas, Adams y Cosmos, además de las rueditas
estriadas de Bazoka; los chupachups -o como se ponga-; las aspirinas; el pica,
pica; los pepinillos y las cebolletas, y todo lo que imaginarse pueda. En los
costados de la caseta, a izquierda y derecha, colocaba las gafas de sol; los
bolsitos y carteras; las caretas; las cámaras de fotos; las pistolas de agua y
de pistones; los álbumes de cromos, y los tebeos colgados de unas cuerdas.
Cuando lo tenía todo listo, pensando que nadie la veía, sacaba el espejito, el
pinta labios, el pinta uñas, el colorete y el peine del neceser que siempre
llevaba con ella, y comenzaba a pintarse los labios y las uñas, a darse
coloretes y a repasarse el peinado, mirándose de hito en hito, en su espejito
-era muy coqueta- para ver si estaba guapa y comenzar así, como Dios manda, el
día. Luego, encendía elegantemente un cigarrillo rubio, y, metidita en su
humilde caseta, mientras esperaba la llegada de la chiquillería, entre calada y
calada, iba fumándose la vida. Cuando los niños salíamos del colegio y teníamos
en los bolsillos algo de dinero, íbamos en desbandada a su caseta exigiendo
como auténticas fieras que nos sirviera a todos a la vez, creando con ello un
verdadero caos, que los artistas de turno aprovechaban para mangarle algo que
comer. Entonces la Leo, frunciendo el ceño, sacaba su genio a relucir, y
metiéndonos cuatro chillos bien metidos, nos dejaba a todos convertidos en
inocentes e inofensivos bebés. Ésta táctica, empero, muy a su pesar, de poco o
de nada le servía los domingos y festivos, cuando toda la chiquillería del pueblo
acudíamos allí en tropel. Pero a los que tuvimos la fortuna de conocerla mejor;
de charlar pausadamente con ella; de intercambiar confidencias -y algún
cigarrito que otro cuando fuimos más mozos-; de compartir sus penas y alegrías;
de saber de sus sueños rotos, su fingido genio nunca nos engañó, porque
enseguida supimos de la grandeza de su noble corazón. Y nunca necesitamos
mangarle nada, porque cuando andábamos de dinero a dos velas -que era casi
siempre-, nos dejaba comprar al debo; y cuando nos faltaba un cromo para acabar
la colección con la que conseguir un balón, ella misma nos ayudaba a obtenerlo;
y cuando teníamos algún problema gordo, se convertía en nuestro benévolo
confesor. Desde su humilde caseta nos lo dio todo, sin más aval que nuestra palabra
de niños, y sin esperar por ello favor. Seguro estoy, querida y recordada Leo,
de que ahora mismo, en algún lugar del cielo, desde el interior de una hermosa
caseta de límpidas nubes, estás repartiendo generosamente tu infinito amor. Yo,
por mi parte, siempre os llevaré en mi agradecido corazón.