El
burro.
Dependiendo del número de jugadores que
nos encontráramos en ese momento en la Plaza de España, que es donde jugábamos
al “burro”, se la quedaban uno, dos o tres jugadores -a veces hubo hasta
cinco-, que apoyado en el banco, descansando la cabeza sobre los brazos, el
primero, y unidos, metiendo la cabeza entre las piernas del anterior, los
demás, hacían de burros, para que todos nosotros saltáramos sobre ellos.
Conviene aclarar ahora mismo que este juego era igual que el “Maríasubirén” y el
“Chugo, media manga, manga entera” -éste no sé quién lo trajo a Nájera, pero
nosotros jugamos muy pocas veces a él-, con la diferencia de que al “burro” no
tenías que pedir permiso para subir y bajar: “Maríasubirén… ¡Suban!...
“Maríabajarén”… ¡Bajen!, ni marcar “Chugo, media manga, manga entera”, para que
te lo acertaran. Una vez colocados el burro o los burros, íbamos saltando por
orden -aquí mandaba el “primer”, “según”, “tercer”…- hasta que alguno de
nosotros cayera o, en su defecto, no pudiera saltar sobre los que lo habíamos
hecho con anterioridad. Si esto no ocurría, el burro o los burros se caían
aplastados por nuestro peso -cuando había varios ocurría con facilidad-, o nos
mandaban a hacer puñetas, quedándola otra vez. Esto ocurría muy pocas veces, ya
que cuando habíamos saltado cuatro o cinco, aunque el primero se adelantara
todo lo posible hacia el banco, el último estaba colgado de malas formas, asido
a la ropa de alguno de nosotros, por lo que al saltar el siguiente se iba
rápidamente al suelo. A veces -¡qué cabronazos éramos!-, al saltar, poníamos el
pie en el culo del burro para impulsarnos y nos íbamos todos a tomar por el
saco, recibiendo una bronca de espanto.
La
tómbola de la caridad.
Otro acontecimiento que era ajeno a
nosotros, pero que formaba parte de nuestro escenario, era la “tómbola de la
caridad”, que las mujeres de Acción Católica -me parece que era así como se las
llamaba- montaban todos los años, a mediados de verano, en la Plaza de España,
justo donde los funcionarios del Ayuntamiento aparcan actualmente sus
utilitarios. Creo recordar que la abrían al atardecer, después de salir del
rosario, y que el regalo más grande que se podía encontrar en los baldes de
plástico que contenían los boletos -la inmensa mayoría de ellos con el típico
“repita la suerte”-, era un juego de
cazuelas o de pucheros, atados con cuerdas, en forma de pirámide, del más
grande al más pequeño. En ocasiones, cuando nos divertíamos bajando por la
cárcava -cómo seríamos de enanos- desde el hoyo, donde nacía, hasta el cascajo,
donde acababa, nos parábamos en la espléndida alcantarilla que junto a la
tómbola había -en realidad eran dos
grandes en una-, con la sana intención de verles a las chicas las
bragas, pero las que a nosotros nos gustaban, no acudían nunca al reclamo de
los pasodobles que a todo volumen ponían éstas pías mujeres para atraer a los parroquianos. Sin llevarnos
mal rato por ello, salíamos de la cárcava hechos unos auténticos marranos, y,
como si no hubiera pasado nada, con increíble algazara, nos poníamos a jugar,
ajenos a la “tómbola de la caridad”, al encuentro o al marro, que era a lo que
a esa edad estábamos llamados.