Aterrado estoy de lo que
se oye por doquier sobre las fiestas de San Juan. Parece ser que en esta
puñetera ciudad no somos capaces de comprender las gravísimas consecuencias que
puede tener el que ese día nos comportemos con irresponsabilidad. Cuando se han
suspendido fiestas de fama mundial, como las de San Fermín, en Pamplona, no es
por casualidad. Pero en Nájera nada es normal. Después de tres meses padeciendo
las terribles consecuencias del coronavirus, aún no he visto ni una sola
iniciativa de nuestro Equipo de Gobierno en aras de lenificar esta funesta realidad.
Muchísimos najerinos y najerinas se están pasando por el arco del triunfo la
obligatoriedad de llevar las mascarillas, al igual que se van a pasar la
suspensión de las fiestas de San Juan. ¿Dónde están los bandos, señor Alcalde,
tendentes a hacernos respetar la legalidad?
lunes, 1 de junio de 2020
¿Dónde están los bandos, señor Alcalde?
Publicado por
Eusebio Hervías del Campo
en
13:30
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Recuerdos de infancia.
Desde bien chiquitito,
cuando emulando a mi padre -por aquel entonces era albañil-, me subí al tejado
con una nevada cojonuda a limpiar la chimenea, ya dejé bien claro que mi vida
no iba a ser un camino de rosas. En aquella ocasión, la intervención de mi
vecino Ventura -que en gloria esté-, que le tapó la boca a mi madre cuando se
disponía a chillarme, y me hizo volver engañándome con un caramelo o cualquiera
otra cosa, hizo, sin duda alguna, que yo pueda estar hoy aquí, hablándoles a
ustedes de estas cosas. A nada que mis padres se descuidaran y me soltaran de
la mano cerca del río Najerilla, ya estaba yo metido en él, con el agua hasta
el culo, cogiendo “paris-paris” o cucharetas, mientras los “revicandiles”
pasaban a mi lado altaneros, revoloteando entre las blancas y aromáticas flores
de las berlañas, meneando rítmicamente su larguísima cola. Cuando jugábamos en
la calle Samaniego a montarnos en los carros que para llevar los muebles tenían
las carpinterías en sus puertas, o a correr por el tejado de la COEGI -Cooperativa
de Obreros Ebanistas Girón-, todas las puntas que había por el suelo, que eran
muchas, eran para mí y, consiguientemente, también para mí eran todas las
inyecciones del tétanos que tenían los practicantes Francisco Virto y Miguel
Ángel Yécora, que en gloria estén. Una de las muchas veces que fuimos a robar
cerezas al cerezo que en una huerta de esa misma calle tenía el señor Timoteo
Magaña no se me ocurrió otra cosa que ponerme a defecar mientras los demás se
atracaban de ellas, y como de niños para hacer eso te quitabas del todo el
pantalón y el calzoncillo, al salir de su casa el señor Timoteo -vivía allí
mismo- alertado por el ruido, y comenzar a gritarnos y a corrernos, tuve que
irme a mi casa cagando leches y en pelotas. Cuando alguna vez pasaban camiones
por nuestra ciudad -menos mal que eran pocas- y jugábamos a engancharnos a
ellos para vivir la aventura de viajar sin pagar, siempre me caía, hincándome
de morros en el suelo cuando me soltaba, acojonado por la velocidad que iba tomando
al bajar alguna cuesta. El día de mi Primera Comunión, nada más salir de misa,
sin esperar siquiera a recibir los regalos de mis familiares, me fui con
Paraguayín al Pozo del Coco a mirar la botella que habíamos echado la tarde
anterior -antes pescábamos bobas con las botellas de champán, rompiéndoles el
culo, que lo tenían hacia adentro y estrechito, y metiéndoles dentro migas de
pan-, y me caí al río, fastidiándoles a todos la fiesta, por tener que irme más
que a escape a casa para cambiarme de ropa. Siempre que me metía descalzo al
río Najerilla a pescar a mano, me hacía una “javetada” profunda con alguna
hojalata o algún cristal -desalmados ha habido en toda época-. Menos mal que en
una ocasión, cuando pescando a mano descubrí una bomba de aviación en una de
las cepas del Puente de Piedra, se me ocurrió avisar a la Guardia Civil en
lugar de cogerla, porque de haberlo hecho, vista mi trayectoria, seguro que me
explota. Si me tiraba al río desde lo alto de alguna mimbrera, calculaba mal la
profundidad y me daba una morrada cojonuda con las piedras. Si era por un
patinete de los que hacíamos en las faldas del Castillo, venía a resultar que
mi tabla tenía una punta y me hacía un siete en el pantalón corto de tergal al
final de la cuesta. Si se escapaba alguna piedra en las batallas que a pedrada
limpia preparábamos, iba derechita a mi cabeza…, y así un sinfín de aventuras
más que, aunque a ustedes les hagan pensar lo contrario, no cambiaría por lo
más sublime que se pueda codiciar, tanto en esta vida como en la otra”.
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Eusebio Hervías del Campo
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