Belenes, villancicos y
dulces.
Mucho antes de que nos dieran las vacaciones de
Navidad, los niños najerinos vivíamos sumergidos en una indescriptible alegría,
merced a lo muchísimo que para nosotros significaban esas entrañables y
benditas fiestas. Desde finales de noviembre, la radio no paraba de anunciarnos
entre villancico y villancico que los mazapanes Segura eran exquisitos,
mientras que el programa “Por la sonrisa de los niños”, con la música de
“España cañí” de fondo, nos exaltaba hasta límites insospechados,
haciéndonoslas vivir, como si siempre fuera Navidad. A primeros de diciembre,
como cada año, Francisco Hidalgo comenzaba a poner en el escaparate de la calle
Cuatro Cantones el inmenso belén que nosotros desgastábamos con la mirada,
mientras le llenábamos de babas y mocos los cristales, además de dejar impresas
en ellos las grasientas huellas de nuestras inocentes manos. ¡Cuántas horas
pasábamos contemplándolo! Entre tanto, en nuestras casas ya se empezaba a
diseñar el belén: dónde sería colocado; cómo habríamos de montarlo; qué
materiales nos harían falta…, y así aparecía la palabra mágica: ¡musgo! Esa
palabra significaba para nosotros diversión a raudales. Todos los niños de
Nájera subíamos al Castillo con cestas, cestitos pequeños, cajas de cartón y
bolsas de plástico a recogerlo, y nos lo pasábamos como los indios jugando por
aquellos seductores y enigmáticos parajes mientras lo recogíamos. Cuando ya
teníamos el suficiente, nos dirigíamos hacia la Plaza de España cantando
villancicos en mil tonos diferentes, a presumir de nuestra cosecha ante los
mayores, mientras jugábamos un poco al “encuentro” y al “marro”. Después
vendrían las cortezas de la serrería de Artemio Ochoa para el portal de Belén,
los ladrillos quemados de la tejera para las montañas, el papel de plata para
los ríos, la arcilla para las pirámides de Egipto y los pozos de agua, el papel
azul celeste lleno de estrellas para el desierto, y todos los accesorios
necesarios para su montaje. Cuando esto ocurría, cuando lo montábamos,
pasábamos horas increíblemente hermosas, a pesar de no hacer otra cosa que
estorbar, porque la ilusión era nuestra; nosotros éramos los verdaderos
protagonistas, pues, al cabo, ¿para quién si no para nosotros se montaban los
belenes? Aunque el concurso que cada año convocaba el Ayuntamiento te animaba a
intentar montar el mejor de todos, para que merced a los tres premios de los
que estaba dotado hubiera más dulces en la mesa, la realidad era que para
nosotros la verdadera recompensa radicaba en el hecho de montarlos. Eso nos
hacía inmensamente felices. ¿Puede, por ventura, haber un premio mayor? Por la Calle Mayor , centro comercial
por excelencia, sonaban villancicos a todas las horas del día, y desde la torre
del Monasterio de Santa María La
Real , nuestras pueriles voces se dispersaban por los vientos
najerinos con la ilusión y el cariño que los colegiales poníamos en todos y
cada uno de los villancicos que desde allí cantábamos. Todo olía a Navidad:
escaparates, villancicos, programas de radio, belenes… ¡hasta la nieve se
sumaba a ello! Pero lo verdaderamente bueno, lo que mayor impronta dejó en
nosotros venía después de haber escuchado en la radio aquello de: “25.346/
125.000 pesetas; 16.002/ 125.000 pesetas…”, y de haberles escuchado a nuestros
padres que lo principal era la salud, tras comprobar que no les había tocado el
gordo. -¿Quién puñetas sería ese gordo?- Era entonces cuando disfrutábamos de
verdad, acurrucaditos en el fogón, resguardados nuestros riñones por la
chimenea, contemplando embelesados cómo hacían nuestras madres el almíbar con
los higos chumbos, las manzanas, las peras, los membrillos, las ciruelas y uvas
pasas, la canela y el azúcar. Eso era inenarrable para nosotros. Estábamos
calentitos, gozábamos de la compañía de nuestra madre -normalmente estábamos
todo el día en la calle- y mangábamos esto o aquello mientras ella se hacía la
tonta. Cuando ya estaba todo hecho, sin mediar palabra, acababas, sin saber
cómo, en su divino regazo, esperando la llegada del hombre de la casa. ¡Qué
acto más maravilloso y profundo! ¡Cuánto daría, Celineta mía, porque me
tuvieras así de nuevo aunque solo fuera un segundo! Después, una vez llegada la
Navidad, venían las trasnochadas, los villancicos a golpe de pandereta, los
chistes y bromas con los que te sentías ingenioso y maravilloso, a pesar de no
llegar nunca a ver al hombre que cada año llegaba a nuestra ciudad el 31 de
diciembre con más ojos que días tiene el año, los turrones, el guirlache, los
mazapanes, los nevados, el almíbar y otros dulces. Y así, a fuerza de sacar la
bota María, nos dormíamos ebrios de felicidad.