El
horno de la señora Julia.
Cualquier fiesta o
celebración que se preciara, tenía que contar ineludiblemente con el horno de
la señora Julia, donde todas nuestras madres acudían a hacer las rosquillas, las
sobadas, las magdalenas, los mantecados, los cocos y los manguitos que
adornarían nuestras mesas y alegrarían los cuerpos de los invitados. Ir allí
era una auténtica gozada. Aquello era otro mundo. Era como estar en el cielo,
flotando entre nubes, y ver, empero, salir de las entrañas del infierno las
bandejas de los dulces lamidas por luengas lenguas de fuego. Llegabas al horno
con tu madre, y tras coger las bandejas que previamente había acordado con la
señora Julia, delantal en ristre, ella comenzaba a elaborar los dulces en una
inmensa mesa de madera, amasando, espolvoreando, llenando moldes, haciendo aros
y montañitas, mientras tú ibas y venías sin cesar al cautivador balconcillo que
el horno tenía en el mismísimo Muelo, a imaginarte emocionantes aventuras de
piratas en tan inmenso canal de grisáceas aguas, donde los palitos que tú
tirabas eran gigantescos veleros. Entre viaje y viaje, siempre mangabas algo,
sobre todo la masa de las rosquillas que sabía a anís, y así, entre batallas y
escarceos, te lo pasabas en grande a la vez que ibas alegrándote el cuerpo.
Cuando sonaba el despertador y la señora Julia se disponía a abrir la
gigantesca puerta de hierro del horno, tú permanecías allí impertérrito para
comprobar el milagro que en la masa había producido la terrible boca de fuego.
Una vez hechos los dulces, tras pagarle a la señora Julia lo estipulado, nos
encaminábamos ufanos hacia casa, cargados hasta las cejas de cestas y bandejas
tapaditas con manteles de cuadros -¿o eran servilletas?-, presumiendo del
exquisito aroma que por doquier íbamos dejando. Yo creo que la gozábamos más
cuando practicábamos este ritual que cuando nos comíamos los dulces, por más
hambre que de ellos tuviéramos. Este horno era de la Panadería Ochoa, donde
vendían, además de las hogazas y las barras largas de pan chosne y macizo, los
deliciosos bombones, unos bollitos de pan chosne tiernísimo que se comían como
pasteles. Siempre que lográbamos juntar cinco perras gordas o una monedita de
cincuenta céntimos, nos escapábamos de la escuela a comprarlos. Vendían también
unos churritos largos y delgaditos -hasta hace unos años se han seguido
vendiendo-, pero esos nunca gozaron de tanto éxito entre la chiquillería. Por
lo demás, nunca olvidaré a la señora Julia, una mujer enérgica, que, a pesar de
su genio, irradiaba infinita ternura.