De indios, vaqueros,
romanos y toreros.
Sin haber resuelto aún el misterio del hombre que
venía en autobús a nuestra ciudad el 31 de Diciembre con más ojos que días
tenía el año, y con los dientes hechos cisco de tanto comer turrón del duro,
nos enfrentábamos a otro terrible problema: Adivinar cómo coño subían a
nuestras casas los caballos de los Reyes Magos, y cómo se las arreglaban éstos
para saber quiénes éramos -en todos los envoltorios de los regalos ponía nuestros
nombres- y qué habíamos pedido cada uno de nosotros. Aunque esto último daba
igual, porque casi siempre se equivocaban. No obstante, misterios aparte, la
ilusión con la que esperábamos este grandioso acontecimiento era tal que apenas
podíamos dormir pensando si nuestro comportamiento -esto era las últimas horas-
sería recompensado obteniendo todos los regalos que por real carta habíamos
pedido. Unas horas antes de descubrir el enigma, a todos se nos caía la baba
viendo cómo los Reyes Magos y sus pajes recorrían las calles de la ciudad,
haciéndonos cómplices guiños como si nos conocieran de toda la vida, montados
en sus briosos caballos y tocados de trajes que se nos antojaban de oro y
plata, con elegantes capas de cuello de piel blanca, como la nieve que solía
caer esos días para completar el mágico cuadro. A medida que iban pasando por
donde estábamos colocados, nuestros padres, emocionadísimos, nos decían: “Mira,
ese Rey es el que te trae los regalos”. Y tú mirabas y mirabas y no veías nada,
pero como eran magos te ibas a la cama convencidísimo de que allí estaba de
verdad todo lo que habías pedido. A la mañana siguiente, apenas sin haber
dormido, destrozabas los envoltorios de los regalos y comprobabas que los Reyes
no tenían nada de magos porque, un año más, se habían equivocado; pero como
siempre caía algo de tus héroes amados, sin decir ni buenos días, marchabas
como las balas hacia la Plaza de España a lucir tus regalos. Y era así como nos
juntábamos allí decenas de indios, vaqueros, romanos, toreros, médicos,
futbolistas, zorros, mosqueteros y soldados de caballería con sus arcos y
flechas, sus pistolas de pistones, sus espadas y corazas, sus trajes de luces,
sus botiquines, sus balones, sus espadas y sables, y recreábamos nuestras
películas favoritas emprendiendo cruentas batallas que, aunque comenzaban en
bromas, terminaban a hostia limpia, rompiéndonos en la cabeza las espadas, las
pistolas, los arcos y las flechas, sin derramar ni una sola lágrima -los héroes
no lloraban nunca-, aunque al irnos a casa llorásemos como magdalenas por haber
salido malparados de la contienda, y por temor a que nuestros padres nos
zurraran más por haber roto, a la primera de cambio, los valiosos regalos.
Además de estas batallas, de vez en cuando había también algún que otro
espectáculo, como la corrida de toros que dimos en la ribera del río Najerilla,
junto al trinquete de la Juana, cuando a Paraguayín le trajeron los Reyes Magos
el traje de torero. Con una azadillita, marcábamos un gran círculo en la hierba
del suelo, y, tras cobrar una peseta de entrada -cómo nos pagarían con lo mal
que andábamos siempre de perras-, cual si estuviésemos en la Monumental de “Las
Ventas”, un montón de ingenuos mozalbetes disfrutábamos de una gran tarde de
toros. Al margen de estas entrañables y hermosas anécdotas, lo más curioso de
todo es que, salvo los “Juegos Reunidos Geyper”, usadísimos por toda la
familia, todos los regalos eran relegados por cualquier tontería. Una triste
caja de Farias se convertía en un camión cojonudo colocándole una cuerda; unos
botes de conserva vacíos con unos cordeles, se transformaban en unos
maravillosos zancos, y un poco de barro era tratado como el mismísimo oro
cuando jugábamos al “Zampabollero, tápame el bujero”.