Los
cromos.
Jugar a los cromos con
las chicas era una auténtica gozada, no ya por ganárselos o no, sino por observar con qué pulcritud los
metían y sacaban de las cajitas metálicas rojas de Laxen Busto -pastillas para cagar
a gusto- en las que los llevaban. Siempre sentí una admiración increíble por
ese gesto tan delicado y hermoso, aunque jamás lo confesara. Cuando jugábamos
con ellas, casi siempre lo hacíamos del modo tradicional, el de ponerlos en el
suelo boca abajo y volverlos con la mano en forma de cazo para ganártelos;
aunque también lo hacíamos dejándolos caer desde una pared, a un metro de
altura aproximadamente, hasta que alguno montara otro al caer al suelo. Cuando
jugábamos solo chicos, que era la mayoría de las veces, lo hacíamos casi
siempre al “puño levanta puño”, que consistía en ponerte una cantidad
determinada de cromos en la palma de la mano, cubriéndolos con la otra, y al
grito de “puño, levanta puño”, la levantabas dejándolos al descubierto para que
quien jugaba contigo dijera cuántos había a juzgar por el bulto. Si decía
veinte, por ejemplo, y solo había cinco,
tenía que pagarte quince cromos; si lo hacía al contrario, diciendo menos de
los que había, tenía que pagarte igualmente la diferencia. Para esto nos las
ingeniábamos de maravilla algunos de nosotros. Si los cromos eran nuevos
-abultaban muy poquito- te los ponías aplastaditos y parecía que apenas tenías,
por lo que todos decían una cantidad pequeña y tenían que pagar un montón de
cromos por la diferencia. Si, por el contrario, los cromos eran viejos, te
ponías un papel aplastado, debajo, y tres o cuatro cromos encima, y todos
decían cantidades altísimas, por lo que, igualmente, tenían que pagarte la
diferencia. Nosotros, a diferencia de las chicas, que como ya ha quedado dicho
los llevaban pulcramente colocaditos en sus cajitas, llevábamos los cromos de
cualquier forma: en los bolsillos del pantalón corto, en el de la camisa, en
los del abrigo, y siempre con otros objetos: canicas, llaveros o piedras
-cualquier cosa podía aparecer por allí-, por lo que huelga decir que los
nuestros, aunque fueran recién comprados, estaban siempre hechos un asco, razón
por la que las chicas evitaban jugar con nosotros siempre que podían, Y es que.
Amigos míos, menester es reconocer que para ciertas cosas éramos muy poco
delicados.