Cuando éramos muy
niños, una de nuestras mayores delicias era el engancharnos o subirnos a los
carros, ya fueran grandes, pequeños, cubiertos, descubiertos, de llantas o de
ruedas normales, que para nosotros no eran sino preciados objetos productores
de diversión a raudales. Así, dependiendo de la estación en la que
estuviéramos, nos enganchábamos en el carrito de Martín, “el carbonero”, que en
invierno se dedicaba a vender leña y carbón con un burrito pequeño por todas
nuestras calles. En el de Paco “Morris”, guiado por Alfredo, “el obrero”, que
con un asno de parecidas dimensiones repartía la paquetería por el pueblo
durante todo el año. En los de los labradores, tirados mayormente por caballos,
cuando en primavera o en verano iban al campo o volvían de él canturreando
alegres canciones. En los de los constructores, harineros y aserradores,
tirados algunos de ellos por percherones. En los de los moradores de los
pueblos vecinos cuando venían a nuestra ciudad de compras; o a traer al trujal
o a los molinos el fruto de sus sudores; o a realizar en el Juzgado, en el
Ayuntamiento, en la Electra, en el Notario…, diferentes gestiones. En todos
ellos nos enganchábamos y subíamos con desigual suerte, según fuera el
carretero: unos te mandaban bajar con muy mala leche; otros, mientras te
despachaban, te ponían morado a golpes con sus ramales; los había también que,
mientras soltaban sonoros juramentos, se acordaban de tu madre; algunos te decían
con voz suave: “ten cuidado, no te vayas a caer, chiguito”; y los menos, te
dejaban que los acompañaras sentado junto a ellos un tramo grande del viaje.
Pero lo mejor de todo, lo que mayor felicidad nos proporcionaba, sin duda
alguna, era cuando en verano algún amigo o vecino nos dejaba ir con él a la era
a recoger con el horquillo la paja que los labradores habían dejado después de
cosechar el trigo, para abastecer los corrales. Colocábamos -esto es un decir,
porque todo lo hacían ellos- cuatro palos largos en las esquinas del carro, a
modo de puntales, y les atábamos unas colchas de colores, haciendo que el cajón
adquiriera gigantescas dimensiones y, una vez preparado el “tráiler”, provistos
de horquillos y bien anudados y colocados en la cabeza los pañuelos de los
mocos, el “patrón” -yo siempre iba con mi vecino Hipólito Leza, que en gloria
esté-, te decía emocionado: “¡A por la paja, chavales!” Si el viaje de ida era
una auténtica gozada, a pesar de estar durante todo el trayecto de lo más
formales, el de vuelta era inenarrable, porque lo hacíamos revolcándonos y
sumergiéndonos en la paja cual si estuviéramos en los más profundos y
enigmáticos mares. Cuando llegábamos a casa, soltábamos las colchas de los
puntales, y toda la paja caía aceleradamente a la calle -acto que
aprovechábamos para seguir revolcándonos en ella-, para que, cargada en cestos,
la fuéramos metiendo a los corrales. En otoño, aunque en menor medida que lo
relatado -tanta felicidad era insuperable-, comenzada la vendimia, nos divertía
mucho también atracar, caída ya la noche, en las callejuelas de la ciudad a los
carros de llantas que transportaban la uva en comportones -seis, creo
recordar-, cuando regresaban de las viñas a descargarla en los lagares. Este
divertimento otoñal, por la gran altura que los comportones adquirían en carros
semejantes, y porque, al fin y a la postre se trataba de un robo, nos producía
emoción y miedo a partes iguales.