Pescar
a mano.
Pescar a mano era uno
de los pasatiempos más emocionantes que tuvimos siendo niños -nacer en un río
como el nuestro es un privilegio reservado solamente para elegidos-. Desde bien
chiquititos, calderito de playa en ristre, andábamos de calle detrás de las
cucharetas, poniéndonos de agua como un cristo. Después, siguiendo la
metamorfosis, fueron las ranas, con cola y sin ella, las que nos toreaban a
pesar de su tamaño tan reducido. Cuando fuimos un poco más mocitos, nos
dedicábamos a coger los cangrejos que se metían en los agujeros de los
muchísimos ladrillos que había depositados en el lecho del río, tapando con
nuestras inocentes manos los seis agujeros por ambos lados -también los había
de dos y de tres, pero esos los dejábamos para otros- y, tras sacarlos del río
los volvíamos hacia arriba para que cayera toda el agua que tenían dentro, y
los golpeábamos contra una piedra para que salieran los seis cangrejos que no
sé qué extraña razón se refugiaban siempre en ellos. El siguiente desafío fue
pescar bobos -quién sería el que les puso este nombre- a tenedor,
persiguiéndolos mañana y tarde a lo largo del río -se desplazaban de piedra a
piedra, avanzando muy poquito- terminando la jornada con los bolsa vacía y los
riñones deshechos. Cansados -humillados, diría yo- de perseguir inútilmente a
estos rarísimos peces, que a pesar de llamarse bobos se reían miserablemente de
nosotros, desde lo alto del puente de tabla practicábamos lo que dimos en
llamar “matacanto”, que no era otra cosa que tirarles grandes piedras a las
miles de loinas que se ponían en los friegos -tapaban todo el cascajo-,
esperando que tras la andanada, entre la turbidez de las aguas, aparecieran
cuatro o cinco panzas blancas flotando. Animados por nuestras primeras capturas
y porque nos sentíamos ya muy hombrecitos, pasamos a pescar truchas en las
berlañas -que aunque muchos lo hayan olvidado, siempre las ha habido-, que es a
lo que en realidad se le llamaba pescar a mano. Como en esta práctica no
teníamos ni puñetera idea, cuando hundíamos las manos en una berlaña y
notábamos que debajo había algo, pegábamos un chillo y las sacábamos del agua
pitando. Después, quitado ya el miedo, cuando teníamos alguna entre las manos,
en lugar de sacarla limpiamente de las agallas, como hacían los mayores,
arrancábamos media berlaña y salíamos corriendo a la orilla a desnucarla,
tirándola con fuerza contra el cascajo, por temor a que se nos resbalara de las
manos. El cisco que preparábamos no es para contarlo aquí. Imagínense ustedes a
quince o veinte muchachos en traje de baño, corriendo, saltando, chillando y
jurando, mientras llenaban de berlañas todo el cascajo. Cuando dominamos esta
práctica, siendo ya mayores, pescábamos todo lo que queríamos: cangrejos,
bobas, bobos, lampreas, loinas, barbos, zarpeños, sogueros, truchas y anguilas,
porque en aquellos maravillosos años había tanta pesca en nuestro río, que,
como decíamos antes, salía hasta por los grifos, aunque urge aclarar ahora
mismo que ya nunca fue tan divertido.