Estas celebraciones, que desde hace muchos
años pasan totalmente desapercibidas para el común de los najerinos,
constituyeron en nuestra infancia un auténtico acontecimiento. No sé muy bien
si era porque estábamos a todas las horas del día en la plazoleta de la Cruz, o porque lo anunciaban los curas
en el tablón de anuncios de la Parroquia, donde nos ponían los rombos que
tenían las películas que se iban a proyectar en nuestros tres cines, pero el
caso es que, en cuanto había un bautizo, allí estábamos nosotros, un batallón
de desaliñados mozalbetes, dispuestos a batirnos el cobre por coger las monedas
que el padrino iba a lanzarnos al aire. Aunque en algún bautizo nos echaban
perras ya en la entrada de la iglesia, lo habitual era que esto ocurriera a la
salida, en el recorrido hacia sus casas y, una vez allí, desde los balcones y
ventanas. Para que este reparador maná cayera sobre nosotros, teníamos que
cantar repetida e incansablemente aquello de “Agua y vino/ mierda pal padrino/
bautizo cagao/ que no han echao/ a la
uuuuuu. Y entonces, el padrino y alguno de los invitados comenzaban a lanzar
monedas al aire, de perra chica, perra gorda, de real, de dos reales y alguna
de peseta rubia, aquella del uno, y se armaba la de San Quintín. Como ninguno
de nosotros era tonto y a todos nos sobraba hambre y nos faltaban perras, todas
nuestras miradas permanecían fijas en la trayectoria que llevaban las rubias, y
ello era que nos juntábamos en el suelo cinco o seis “gladiadores”, unos encima
de otros, en cada una de ellas, intentando echarles el guante. Cuando el
padrino era pudiente -o generoso, que no es igual- y lanzaba al aire algún
billete de cinco pesetas, aquello ya era el súmmum: nos zarandeábamos
haciéndonos cisco la ropa, primero, y nos cascábamos de lo lindo, después, por
ver quién se lo llevaba del suelo. Téngase en cuenta que cinco pesetas eran una
auténtica fortuna en aquellos tiempos. No obstante, al final todos quedábamos contentos:
los invitados dando buena cuenta de las magdalenas, los mantecados, las
rosquillas, los cocos, la sobada y los manguitos que habían hecho en el horno
de la Señora Julia, y nosotros, con perras frescas en los bolsillos, dispuestos
a vaciar de “chochos” las casetas de la Leo y de la señora Manuela.