Tal y como acostumbro a hacer
casi a diario, la semana pasada me paré en la calle Badarán a ver las zanjas
que están haciendo los empleados de la empresa encargada del suministro del gas
en nuestra ciudad, y me topé con un suelo muy particular, tal y como podéis ver
en la fotografía, e inmediatamente me retrotraje a mi infancia y se me apareció
la entrada al chalé de Villa Pilar. En ese tramo de carretera: Cuesta de “Villa
Pilar”, o “Pecho del americano”, solo existían, a mano izquierda, subiendo, el
chalé Villa Lici, del difunto Hipólito Loyola, y el de Valeriano Betolaza, separados
ambos por la angosta calle Pared Blanca. Y a mano derecha, la Serrería Ochoa,
con el edificio de los dueños y una casita humilde donde posiblemente vivieran
sus sirvientes, y el chalé de Villa Pilar, separados, igualmente, por otra
angosta calle, llamada Paseo de los curas. Y fue precisamente este chalé quien
le dio a la cuesta los dos nombres, ya que se decía que lo había construido un
indiano (como los de las novelas de Benito Pérez Galdós) que decidió quedarse a
vivir en nuestra ciudad. Estos chalés, la fábrica de Harinas Ochoa y el
Convento de Santa Elena, eran casi todos los edificios que existían en aquella
época, en la margen derecha del río Najerilla. La Nájera masificada estaba
ubicada en su margen izquierda. En lo que actualmente conocemos como el casco
antiguo. Y lo cierto es que viví unos momentos verdaderamente hermosos.