Desde que el difunto Paco Luis diera en
abrir la Discoteca Dino en fiestas, los sanjuanes comenzaron a cambiar
aceleradamente, perdiendo para siempre jamás, aquel encanto tan especial que los caracterizaron,
por ser unas fiestas sin igual. Ya nadie se quedaba bailando y cantando por
todas y cada una de las calles de la ciudad, hasta hacer jirones la ropa y
desgastar las zapatillas de esparto de tanto brincar, disfrutando como locos
con los sones que incansablemente nos marcaban “Matías y su gente”, “Los del Té
de las Cinco” o la inigualable cuadrilla, “Los que no se rinden”, porque, casi
sin terminar de dar las vueltas en la Plaza de España, todos los jóvenes
marchábamos a casa más que pitando, a ducharnos y a comer, para echarnos la
siesta, y, una vez repuestos del cansancio, ponernos guapos e irnos al baile a
ligar. Y así, casi sin notarlo, cuando más resplandeciente estaba el impoluto
sol del recién estrenado verano, los jóvenes de mi generación nos encontrábamos
en la penumbra de la pista de baile del Dino, bailando suelto al son de “Lluvia
de primavera”, de Bebu Silvetti, y “El sonido de Philadelphia”, de MFSB y Three
Negrees”, que eran las que siempre nos ponían los discjokey al principio, para
ir calentando, mientras los diminutos círculos -¿o eran rombos?- luminosos que
por doquier salían diseminados de la grandes bolas de cristal que iluminaban
unos potentes focos, jugueteaban con nosotros recorriéndonos todo el cuerpo sin
cesar. Cuando la cosa se iba animando, para ir tanteando si teníamos o no el
plan asegurado cuando acabara el “suelto” y comenzara el “agarrado”,
comenzábamos a echarles el ojo a algunas de las chicas nuevas que a nuestro
lado se habían puesto a bailar. Pero lo cierto es que, mientras nosotros
estábamos dentro de la discoteca intentando ligar como un domingo o día festivo
más, fuera, muchos najerinos disfrutaban de suculentas meriendas, reunidos en
envidiable hermandad, en huertas, choperas, bodegas o cualquier otro lugar,
siguiendo luego la juerga, hasta que sus cuerpos ya no pudieran aguantar más.
En alguna ocasión, estos entusiastas sanjuaneros, ni tan siquiera se iban a
comer, y, una vez terminadas las vueltas en la Plaza de España, prolongaban la
fiesta en el mismísimo río Najerilla, metidos hasta el culo en sus frías y
cristalinas aguas, con instrumentos y todo, o en la explanada de la segunda era
del castillo, como una peculiar forma de protestar. Ninguno de ellos se quitaba
el atuendo, tantas veces sudado y mojado, como secado, de tanto bailar, con el
que habían iniciado la juerga bien de mañanita, almorzando chuletas asadas al
sarmiento en el cascajo, para, al igual que nosotros, ponerse guapos e irse a
la discoteca a bailar. Y si tenías suerte y ligabas, aún llevabas bien el
haberte perdido un día tan especial. Mas si no te comías un rosco, y te ponían,
además, la canción “Torneró”, de Santo California, que era de lo más triste que
podías escuchar, sentías ganas de darte
de hostias sin parar. Ahora mismo, me consta que sin darse cuenta de ello, los
jóvenes de nuestra ciudad, en lugar de apurar todas y cada una de las horas de
estos divinos días en los que, merced a los sones de las Vueltas, que tan
metidos en la sangre llevamos, y a los lingotazos de vino que entre pecho y
espalda nos metemos en los típicos almuerzos, para poder aguantar, aflora
generosa y desnuda toda la bondad que hay en nosotros, convirtiéndonos en los
hombres más desinteresados, solidarios, juerguistas y alegres del lugar, los
están convirtiendo en unos días de botellón más, acabando así, casi por
completo, con la magia de las fiestas de San Juan. ¿Recapacitarán algún día?
¡El tiempo lo dirá!