El
punto.
El punto era uno de los juegos más queridos y
concurridos por nosotros, y, aunque cualquier pared era buena para practicarlo,
los frontones que utilizábamos eran: la fachada lateral de la Parroquia de
Santa Cruz -aquí pasamos media vida-, la pared donde guardaba Pedrito “el
alpargatero” los artículos de cestería y alpargatería, en la calle Garrán, el
refectorio de Santa María La Real y el “Trinquete de la Juana”. Este juego no
tenía época determinada, por lo que casi todos los días del año -jamás jugamos
a él domingos y festivos- los frontones citados eran un auténtico hervidero de
chiquillería gritando y jurando en arameo cuando hacían mala, culpando de ello
a algún compañero: “que si me has estorbado”; “que si no me has dejado verla”;
“que si era tuya y no le has dado”… Todo menos reconocer que habías hecho mala
por torpe, inexperto o porque quienes jugaban contigo lo hacían mejor que tú.
¡Jamás lo reconocimos ninguno! El juego consistía en jugar a la pelota e ir
eliminando de uno en uno -a veces lo hacían de dos en dos-a todos los que
jugaban contigo hasta no quedar ninguno, y entonces te hacías un punto. Si en
el siguiente juego repetías la hazaña, te hacías otro punto, y así sucesivamente.
Si por el contrario hacías mala teniendo puntos, ibas restándote comas hasta
quedarte sin ninguno. O sea, punto y coma, punto, coma y… ¡a hacer puñetas,
abusón! Se jugaba con pelotas de forro. Algunas veces lo hacíamos con aquellas
de goma verde que venían en las cajas de zapatos “Gorila”, que comprábamos
donde Pedrito “el alpargatero”, y, para que nos durasen más, las embadurnábamos
con sebo de la carnicería del señor “Paco el Negro”. El rey de este juego en
las tres primeras canchas era Daniel el “pelotari”, que no nos dejaba hacernos
un punto ni harto de “sanitex”. En el “Trinquete de la Juana”, a pesar de jugar
con nosotros chicos de mucha más edad, Daniel seguía siendo el rey, y
protagonizó los desafíos más inverosímiles que existir hayan podido. Jugó
partidos de pelota atado a otro compañero; a la pata coja; debajo pata; con un
brazo atado a una pierna; con la derecha en el lado izquierdo; con la izquierda
en el lado derecho: contra tres o cuatro de nosotros a la vez…. Y de todas las
formas nos ganaba. ¡Era un gitanazo! Partido que montaba, partido que tenía
ganado de antemano. En ese bendito lugar nos divertimos muchísimo jugando,
además de al punto y partidos de pelota a doce, dieciséis y veintidós tantos, a
hacer malabarismos subiéndonos por el escalón de las fachadas lateral y
frontal, en busca de las pelotas caladas en el alambre de gallinero que tenían
en lo alto. A adivinar a qué se parecían los eternos desconchados del revoque
del frontis -parecía el mapamundi-. A charquear cuando llovía -se inundaba todo
el frontón-. A maquinar cómo jugar partidos de pelota sin pagarle a la señora
Juana “las cuerdas”. A disputarnos a la madre tirolesa, al padre bantú o al
hijo esquimal… ¡Jugamos a tantas cosas! Puesto que se han citado partidos de
pelota, “cuerdas” y demás, es necesario aclarar antes de terminar, que “El
Trinquete de la Juana” fue durante muchos años el único frontón donde se
jugaban todos los partidos de pelota, tanto los de profesionales como los de
aficionados, y la señor Juana la responsable de su cuidado. De ahí lo del
“Trinquete de la Juana”. Esta buena mujer, que Dios tenga en la gloria,
vigilaba el frontón sentadita en una pequeña silla de anea, que colocaba al
final de la pared del Gran Casino, tocada de una toquilla gris y un delantal negro
con grandes bolsillos, donde cuidadosamente guardaba las pelotas que, tras
pagarle “las cuerdas” -nunca supimos qué coño era eso de “las cuerdas”-, nos
dejaba para jugar los partidos, sin que ninguno de nosotros, por muy hábil que
fuera -¡y cuidado que lo éramos!-, la pudiera engañar nunca.