Cucañas
y Charlotadas.
De las fiestas de San
Juan Mártir y Santa María La Real, el día más hermoso fue siempre el último, el
18 de Septiembre, porque nos permitía, además de divertirnos como locos,
recaudar dinero para acudir a las “Grandiosas Charlotadas” que por la tarde
protagonizaban “Morgón y su gente” en la vieja Plaza de Toros El Ruedo. Nada
más tomarnos el colacao en nuestras casas, todos los amigos que vivíamos en el
casco antiguo arribábamos a la margen derecha del río Najerilla, para
enterarnos con antelación en qué iban a consistir las pruebas de las cucañas, y
distribuirnos por equipos para participar en todas ellas, con el propósito de
sacar el dinero suficiente para poder comprarnos las entradas. Una vez formados
los equipos, estudiábamos sobre el terreno en qué prueba podíamos tirar más
labor cada uno de nosotros, para intentar ganar en todas. Y así, llegada la
hora anunciada públicamente en los carteles, unos comían chocolate con los ojos
tapados en el viejo quiosco -lo de comer es pura metáfora, pues terminaba casi
todo en la camisa y en el pantalón, en las piernas y en los brazos-; otros
trepaban -o lo intentaban- por el madero embadurnado de jabón; otros corrían
carreras de sacos; otros participaban en la subida al castillo, y, finalmente,
otros llenábamos bidones de 200 litros, transportando calderos de agua desde el
río Najerilla hasta el espigón del Paseo, que es donde estaban colocados. En
una ocasión -andaríamos mal de gente, seguro- Manolo por poco se nos muere a
escasos metros de la meta, en la prueba de la subida al castillo, por haber
participado con anterioridad en la chocolatada del quiosco -encima se pondría
las botas ese día-, al sufrir una especie de corte de digestión que lo dejó
tirado como un trapo en el suelo. Por si las huchas de barro escondían algunas
monedas dentro, los más pequeños de nuestra banda participaban en este
tradicional juego que, aunque te reportaba alguna alegría, te ponía como un
cristo de agua y harina. Las pruebas de natación las dejábamos para otros, ya
que siempre las ganaban o mi primo Ramón o Manzanares, y además el agua estaba
helada. ¡Cualquiera! Al final, terminadas todas las pruebas, contábamos
ansiosos las ganancias, hacíamos números para ver si todos nosotros podríamos
ir a la “Charlotada”, y, exhaustos y más negros que un carbonero, nos
dirigíamos felices al fielato a por las ansiadas entradas. Por la tarde, más
contentos que unas pascuas, asistíamos a algún juicio, o alguna operación a
vida o muerte, o a algún encarcelamiento, o a algún viaje a la luna, o a alguna
boda que se celebraba esa tarde en El Ruedo, donde “Morgón y su gente” -el
Jovito, Francisquillo, Fari, los Marchenas, el Rojo…- hacían las delicias de
todos nosotros desafiando a las bravas vaquillas que les soltaban cuando menos
lo esperabas. En una ocasión, cuando Morgón tuvo que operar a vida o muerte a
Ricardo el Jovito por haberle cogido la vaquilla, y le sacó las tripas sin
cortarse un pelo, algunos espectadores se pusieron malos, ignorando que lo que
en realidad le sacaba al infortunado compañero era una asadurilla de cordero
que previamente le habían colocado estratégicamente, y tuvieron que ser
atendidos por el médico. ¡Qué puñetero eras, Benedicto! El contenido de las
“Charlotadas” nunca era anunciado con antelación, por lo que acudías sin tener
ni puñetera idea de lo que ibas a ver. De hecho, en alguna ocasión, tras sonar
el clarín y abrirse la puerta de toriles, en lugar de salir una vaquilla o un
novillito, aparecían Francisquillo montado en un coche de juguete, y Morgón
empujándole, arrancando del público sonoras y prolongadas carcajadas. Después,
lo dicho, igual se casaban, que se juzgaban, que se operaban, que se
encarcelaban, que se iban a la luna… ¡Todo podía suceder! Terminada la “Charlotada”,
los corredores de vaquillas nos ponían a todos los pelos de punta, con aquellos
recortes tan magistrales que protagonizaban, y después, para terminar el
festejo, casi todos corríamos delante de algún novillito pequeño, más que nada,
por salir por la puerta grande con los maestros, recibiendo estentóreos
aplausos y vítores del numeroso público que abarrotaba la Plaza de Toros. Desde
El Ruedo hasta la Plaza de España, todos cantábamos y bailábamos al son que nos
marcaban las Peñas “Los Secantes” y Los Inconquistables”, que solía ser aquello
de: “La Maricarmen no sabe coser/ ni con aguja ni con alfiler/ pobrecita
Maricarmen/ quién te ha visto y quién te ve/ que antes te quería mucho/ y ahora
no te puedo ver”. / Cuando llegaba la fatídica hora de irse a casa, la
certidumbre de que al año siguiente íbamos a tener la oportunidad de vivir otra
vez un día tan hermoso como éste, nos impedía ponernos tristes, y todos
dormíamos a pierna suelta después de haber vivido tantas emociones.