De
ruedas y tracas.
Para seguir poco más o
menos en la edad en la que se centra este maravilloso recuerdo, y no movernos
de momento de la Plaza de España, que es donde estamos centrando los últimos
juegos, hablaremos hoy de los fuegos artificiales de las fiestas, que aunque obviamente
no son un juego, en esa época para nosotros sí que lo era. Tanto en San
Prudencio como en San Juan Mártir, Lucerico nos preparaba en la Plaza de España
unas ruedas repletas de fuego de artificio, clavadas en un rudimentario madero
sustentado con unas tablas en forma de equis, y una traca suspendida en el aire
a unos dos metros de altura aproximadamente, atada de árbol a árbol, para que
nosotros la gozáramos como lo que éramos: enanos. Cuando las encendía -siempre
comenzaba por las ruedas, guardando la traca para el final-, toda la
chiquillería jugábamos a cruzarlas protegidos con gabardinas, paraguas, cajas
de cartón y toda suerte de objetos, pero como no lo hacíamos todos en la misma
dirección, y además apenas veíamos con los protectores que llevábamos puestos,
nos pegábamos unos golpes de espanto, terminando casi todos en el suelo, bajo
los multicolores fuegos, con los ropajes chamuscados. Con ser éste unos de
nuestros divertimentos favoritos, no lo era menos observar cómo, ya fuera San
Prudencio o San Juan Mártir, siempre aparecía al acabarse los fuegos de las
ruedas, la imagen de San Prudencio, lo que hacía que todos al unísono diéramos
estentóreos vivas a San Prudencio en San Juan Mártir, con manifiesto y puñetero
cachondeo.
El
yoyó.
Jugar al yoyó, o bailar
el yoyó, para mejor decir, fue algo de tal magnitud, que llegaron a celebrarse
campeonatos a nivel nacional. Nosotros, más humildes, nos conformábamos con no
hacernos un lío cuando lo soltábamos de la mano con la intención de que no
bajara muerto y subiera enroscándose con alegría, para poder repetir una y otra
vez la operación. Cuando fuimos ya un poco más diestros en la materia, además
de subirlo y bajarlo con alegría, lo lanzábamos para delante y para atrás, y
dábamos vueltas enteras sin que dejara de bailar. El yoyó en cuestión era un
aparatito circular de plástico, parecido a un carrete de pesca de lombriz,
formado por dos circunferencias unidas por el vértice, donde se anudaba un
cordel como de metro y medio de largo, con el fin de enroscarlo para que, al
lanzarlo, se desenroscara y lo hiciera bailar. Lo bueno de este juego -si es
que así se le puede llamar- era que no tenía reglas, ni normas, ni cuadrillas
que formar. Lo malo, que en cuanto lo bailabas un rato, como no era un juego
participativo, estabas deseando ir a la Plaza a juntarte con toda la
chiquillería y ponerte a jugar al marro, al encuentro o al burro, que eran
juegos de verdad.