Si algo hubo en nuestra
maravillosa infancia que nos llamara la atención de verdad, hasta el punto de
sobrecogernos por el impacto que causaba en nosotros, eso fue sin duda alguna
la celebración de las Ferias de San Miguel, que tenían lugar del 29 de
Septiembre al 3 de Octubre, y
congregaban en nuestra ciudad a millares de visitantes de todo el país. Era tal
la afluencia de ganaderos, labradores, granjeros, tratantes, tomboleros,
barquilleros, charlatanes, jugadores y todo tipo de negociantes, que nuestras
madres no nos dejaban salir solos de casa -normalmente, estábamos todo el día
en la calle- por temor a que nos perdiéramos entre tanta muchedumbre, o nos
raptase algún feriante. Algunos tratantes llegaban a nuestra ciudad unos días
antes para buscar cobertizos donde guarecer a sus mulas, caballos, asnos,
vacas, cabras, ovejas, cerdos, yeguas, novillos y otros animales, y elegir, de
paso, dónde podrían venderlos mejor. Los guarnicioneros llevaban muchos días ya
haciendo collarones, albardas, cinchas, alforjas, lomillos, ramales y toda
clase de útiles para la ganadería, así como acopio de escobas de brezo, bolas
de sal, bozales, varas, cachavitas de madera y las famosas y temibles trallas
de los tratantes. Los comerciantes, por su parte, se afanaban en desempolvar
cientos de juguetes guardados en las trastiendas de años anteriores, y en
desembalar los nuevos para exponerlos en sus tiendas lo más llamativos posible
-los feriantes venían cargados de dinero y había que aliviarles el bolsillo.- Y
así, tenderos, carniceros y hosteleros se cargaban de provisiones para cuando
llegara el acontecimiento. Todo esto ocurría porque en aquellos tiempos apenas
había medios de locomoción y los inviernos solían ser muy rigurosos, lo que
hacía que muchísima gente de los pueblos limítrofes -sobre todo los serranos-
aprovechara la visita para comprar lo necesario para el resto del año -sin
olvidarse de los “Reyes Magos”-, por no venir a nuestra ciudad nada más que en
Ferias, hecho que dio en llamarse “feriarse algo”. Y, claro, aunque nosotros sí
íbamos a tener “reyes” en su tiempo, también queríamos que nos feriasen algo.
¡Faltaría más! El marco en el que se desarrollaba la Feria era de lo más
bucólico que imaginarse pueda: Paseo, choperas, alamedas y el mismísimo lecho
del río, como muestra la fotografía. La carretera actual del Paseo, que
entonces era de tierra, se llenaba por completo de caballos, yeguas, asnos y
mulas, desde el Bar Franco hasta la Fuente de La Estacada, atados a los
alambres que atravesaban los maderos clavados en el suelo para hacer de
puntales, que los tratantes vendían a los agricultores después de haber
realizado la consabida prueba de fuerza: arrastrar largas distancias un
carro de llantas con el freno echado, y de haber examinado minuciosamente la
dentadura del animal, que como no era regalado, sí que había que mirarle el
diente. Los asnos se libraban de la prueba de fuerza pero eran examinados con
muchísimo más rigor, cosa que no les servía de nada a los incautos compradores,
porque los gitanos -verdaderos genios en el arte de vender “burros falsos”-,
durante el trato conseguían que hicieran maravillas, pero luego, en casa del
labrador, no había forma de moverlos. Los rebaños de bueyes, vacas, ovejas y
cabras se apostaban a lo largo del cascajo, en las choperas y en parte del
Paseo, haciéndonos cagarnos de miedo, sobre todo las vacas, que nos parecían
toros, a todos los de mi edad, y estaban rodeados siempre de una muchedumbre
ávida de comprar. Los mayores de nuestra ciudad, unos días antes de la Feria,
se tumbaban en el suelo y, tras poner la oreja en la tierra, decían saber a qué
distancia estaban ya los rebaños que bajaban de la Sierra. Pepe, el
guarnicionero, nos ponía a todos nosotros los dientes largos desde la mañanita,
cuando íbamos a contemplar cómo colgaba en su fachada las entrañables
cachavitas de colores con rayas negras -¡cómo nos gustaban!-, que nunca
podíamos comprar. Los mayores preferían las varas de avellano con la tira de
cuero clavada arriba, a modo de asa o agarradera, para recorrer con ellas el
ferial. Después de contemplarlas largo rato, nos dirigíamos a las choperas a
fabricárnoslas nosotros mismos con ramas de chopo que pelábamos
intercaladamente para dejarlas a rayas, como las que no habíamos podido
comprar, y nos íbamos ufanos por todo el ferial imitando a los tratantes,
personajes carismáticos tocados con guardapolvos negros y temibles trallas.
Cuando habíamos recorrido una y mil veces la feria y habíamos cerrado millones
de tratos -esto era de mentirijillas-, nos íbamos a comer más contentos que
chupín, para volver a salir -en esta ocasión a la Calle Mayor y sus traseras- a
contemplar ensimismados los expositores repletos de juguetes colgados en barras
de hierro y en los engalanados escaparates, que los comerciantes habían
colocado a modo de reclamo, y a visitar a los barquilleros, tomboleros,
jugadores, charlatanes y demás personajes que hacían nuestras delicias con
aquello de: “Siempre toca, “hay barquillos”, “pruebe su suerte”, “paquete de
tabaco a quien tire las tres cajetillas”, “si me compra esto, le doy esto y
esto y esto más de regalo”… Los mayores -qué suerte tuvieron los picarones-
tenían cine, teatro, pelota, baile, bares y todo aquello que podían desear,
durante todos los días de la Feria. No obstante, a pesar de ser para nosotros
prohibitivo todo aquello, era tan hermoso, majestuoso e impresionante lo que
teníamos en la calle, que no lo echábamos de menos. Cuando yo vivía al lado del
Cine Doga, en la calle Cuatro Cantones, y mi habitación daba al patio que
separaba la antigua cárcel, hoy Museo Arqueológico, en estas fechas siempre oía
llamadas lastimeras de algunos borrachos que, tras haber sido detenidos por sabe Dios qué causas, se acordaban por
las noches de sus mujeres o de sus madres. Cuando las ferias terminaban,
nuestra ciudad quedaba totalmente vacía y melancólica, ya que pasábamos de
golpe de la juerga y el bullicio, a la soledad, a la escuela y al frío.