Era un día increíblemente hermoso. Bajo un cielo infinitamente azul, cientos de ruidosos vencejos sobrevolaban acrobáticamente los tejados de las casas adyacentes a la Real Parroquia de Santa Cruz, mientras un batallón de niños desarrapados jugaba al punto en sus paredes laterales, causando aún muchísimo más estrépito que ellos.
A pocos metros de allí, en las inmediaciones de la Plaza de La Estrella , cantidades ingentes de najerinos y moradores de los pueblos vecinos se disponían a llevar felizmente a cabo sus diferentes cometidos.
Los operarios de Coloniales Preciado, no paraban de llenar botellas de aceite de los bidones de doscientos litros que para tal menester tenían allí almacenados; de pesar en bolsas de papel marrón, azúcar, caparrones, alubias, lentejas y garbanzos, de los que guardaban en grandes sacos de cuerda hábilmente amontonados; de despachar galletas, chocolate, latas de sardinas, chicharro y soldados; de trocear con un gigantesco cuchillo exquisito bacalao seco y, en suma, de servir amable y eficazmente todo aquello que les pidieran sus devotos parroquianos.
En el Bar Royalty, los padres y hermanos del entrañable “chamaco”, servían sin cesar humeantes y aromáticos cafés, solos, con leche, cortados y descafeinados, además de sabrosísimos cucuruchos de artesanal helado.
Los guarnicioneros, José Barquín y Manuel Hidalgo, cosían febrilmente alforjas, cinchas, albardas y demás útiles del ganado, mientras el señor Luís “el herrador”, se encargaba de ponerles a los brutos nuevos los zapatos.
El señor Matías, y Miguel Ángel Yécora, cortaban el pelo y ponían inyecciones respectivamente, en un pequeño habitáculo.
Del Hotel Campana salían, de cuando en cuando, viajantes que la noche anterior habían pernoctado allí, para visitar las diferentes tiendas, comercios y mercados, perfectamente trajeados y repeinados, y con dos grandes maletas en las manos.