Esta típica y atrayente
estampa najerina se repetía cada verano en nuestras calles y portales, cuando
las señoras Pili, Gregoria y Julia vareaban la lana de los colchones de
nuestras casas, para devolverles la dignidad perdida en todo un año de penurias
y calamidades. Estas esforzadas mujeres, después de llegar a un acuerdo
económico con nuestras madres -me consta que bastante paupérrimo, para la labor
que realizaban-, descosían las fundas de los colchones, sacaban de ellas la
lana y la extendían en el suelo para golpearla una y otra vez con sus varas -no
recuerdo con exactitud si eran de avellano o de mimbre-, a la vez que la
lanzaban por los aires, para darle la vuelta antes de que cayera al suelo y no
golpear sobre la misma repetidamente, hasta dejarla suelta, ligera y muelle como
el mismísimo aire. El sonido que las varas de estas artesanas emitían cuando
golpeaban con furia la lana, causaba tal arrobamiento en nosotros, que éramos
incapaces de irnos de donde estaban -yo seguía casi siempre a la señora Julia,
por ser vecina y amiga-, hasta que no terminaban de darle. Cuando el colchón
que iba a ser vareado era el tuyo, te quedabas a contemplar toda la operación,
en el portal o en la calle, y veías como después de haber quedado la lana
limpia, oxigenada y suave, volvían a meterla en la funda bien repartidita y,
sentándose en el suelo con las piernas estiradas, canturreando, cosían la
funda, colocaban los hiladillos y dejaban el colchón de nuevo listo para el
combate. Esta operación había que repetirla cada año porque, meadas aparte,
entonces los inviernos eran muy severos -descubrías la cama por la noche y
estaban las sábanas mojadas de la humedad-, y en todas las casas era menester
poner a diario sobre los colchones, caloríferos, bolsas o botellas de agua
caliente y braseros antes de acostarte.
De
heridas y cicatrices.
Como les anuncié en un
artículo anterior -lo prometido es deuda-, les hablaré en esta ocasión de cómo
explotábamos cualquier suceso -sobre todo en la escuela- para matar el hambre
cuando éramos niños. El que te ocurriera algún percance en época escolar, solía
convertirse en el acto en un auténtico chollo. Enseñar una herida o una
cicatriz -esto último era ya el súmmum- podía reportarte suculentos bocadillos
y deliciosos bollos. Esto ocurría durante el recreo y, aunque pueda parecer
mentira, lo mismo lo practicábamos los chicos que las chicas. Cuando alguien
aparecía por la escuela -igual daba el sexo- con algún parche, alguna gasa,
algún esparadrapo o algún miembro vendado o escayolado, se convertía súbitamente
en una auténtica atracción para nosotros, y todos contábamos con ansiedad los
minutos que quedaban para salir al recreo -esto sería imaginario, digo yo,
porque ninguno de nosotros tenía reloj- deseosos de que nos enseñara la herida
o cicatriz -imagínense el cuadro, sobre todo si era chica: “¡Enséñamela; venga,
mujer, enséñamela! ¡Te doy lo que quieras si me la enseñas!”- mediante un
razonable precio. Tal era el hambre, y tal era el morbo. Y ya que estamos en la
escuela, les diré, sin que salga de nosotros, que cuando estábamos en clase nos
teñíamos los chicles de colores con las minas
de las pinturas Alpino, y cuando salíamos al recreo, nos fumábamos las
hojas que se caían de los castaños de Indias en otoño, liadas en garabateadas
hojas de cuaderno, dejándonos hecho cisco el cuerpo.