Los que tuvimos la fortuna de ir
a la escuela con Don Emilio, disfrutamos de cantidad de horas extras de recreo
cuidando su bienamado jardín, cambiando las aburridas y complicadas matemáticas
por sobres de papel con semillas de flores, azadillas, rastrillos y tijeras de
podar. Nos sacaba de clase al azar, dándonos un cariñoso golpecito en la cabeza
con el palo que siempre llevaba escondido en su espalda, mientras con voz queda
decía: “Cierra el libro y ven conmigo, Hervías”, y, con un semblante
diametralmente opuesto al mostrado en la escuela, nos daba divertidas lecciones
sobre los misterios y caprichos de la tierra y su forma de actuar. El jardín
comenzaba a ambos lados de los arqueados y aromáticos cipreses que hacían
pasillo desde el Paseo hasta la escuela, y se extendía a lo largo de la
peculiar tapia que la circundaba, descolgando de ésta, en su parte frontal,
abundantes ramilletes de rosas, que los domingos de primavera, todos los niños
de Nájera le íbamos a mangar. Allí cultivaba toda clase de flores, y, cuando
era temporada, sembraba cantidad de zanahorias, a sabiendas de que en los
recreos se las íbamos a robar para almorzar. Seguro que plantó él mismo la
Palmera que talaron ayer por la mañana, después de haber aguantado cantidad de vendavales,
y algún que otro huracán. Ya no queda nada, Don Emilio, que nos haga recordar,
que allí hubo un hermoso jardín, y un gran Maestro que nos enseñó jardinería y
urbanidad.