El presidente del
Gobierno de La Rioja ya no tiene escapatoria. Martínez Somalo aguarda su
respuesta y él debe decir algo sin demora, dar su versión de las cosas,
explicar qué pasó entre él y don Tomás Ramírez. Tiene que justificar su
comportamiento, ofrecer una razón de por qué hizo lo que hizo. Esto le supone
al presidente un mal trago, un trago casi humillante que le está revolviendo
las tripas. Casi se siente como el reo que va a ser juzgado. Y eso no le gusta
nada. Pero nada, nada. ¿Quién se ha creído que es don Eduardo para colocar a
todo un presidente como él, acostumbrado a hacer de su capa un sayo, a poner y
quitar, nombrar y destituir a quien le da la gana, en semejante situación?
En la cabeza de Pedro Sanz forcejean dos impulsos: el
impulso de levantarse y salir de la habitación con la cabeza muy alta y dando
un portazo, y el impulso de quedarse y doblar la cerviz, humillarse ante su
anfitrión y aceptar la posible regañina, la paternal reconvención de don
Eduardo, antes de declararse contrito, fingir unas lagrimitas de
arrepentimiento y reconocer consternado: «Polvo soy y al polvo he de volver.
Concédame su perdón, padre, y eleve sus plegarias al cielo por este pobre
pecador». Pero esto le parece excesivo al político de Igea. Ni siquiera Martínez
Somalo, que cree ciegamente en los milagros e interpretó como tal la conversión
al catolicismo de un conspicuo anglicano como Tony Blair, va a tragarse una mascarada semejante.
El cardenal conoce de sobra lo que pasó entre el
presidente Sanz y el párroco de Arnedo, y aguarda sin inmutarse a que el
primero muerda el polvo y sea humillado como se merece. Pero cuando advierte lo
que tarda en empezar a hablar, agarra la botella de pacharán y llena casi hasta
el borde un vaso que hay en la mesa. Luego lo empuja cautelosamente y se lo acerca a Pedro Sanz.
- Beba usted un traguito, señor presidente, que seguro
que le entonará el ánimo. ¿O prefiere
probar el benedictine de los frailes de Valvanera?
- No, no, el pacharán está bien.
No se preocupe.
Sanz agarra el vaso con las dos manos y se lo pimpla de un
viaje.
Don Eduardo está a punto de soltar
un «¡Hala, qué bárbaro!», pero reacciona a tiempo y procura no mostrar sorpresa
alguna. Sin embargo, retira precavidamente la botella por si el otro quiere
repetir y al final la lía parda.
- Y ahora, hijo mío, deje usted de marear la perdiz,
encomiéndese a Cristo, Nuestro Señor, y a su Santísima Madre la Virgen, y hable
de una vez por todas y sin temor a confesar sus debilidades -Martínez Somalo
dice todo esto con una voz envolvente y persuasiva, mientras coge una mano de
Pedro Sanz entre las suyas-. ¡Ánimo, hijo mío! No vea usted en mí al juez
severo sino al padre que le acoge amorosamente y está pronto a perdonar sus posibles yerros y conducirle al
redil de los arrepentidos. Crea y confíe en la misericordia infinita de Dios.
«¡Joé con el monseñor, qué pesadito se está poniendo! Pero
y ahora, ¿qué le digo yo a este hombre?», se pregunta algo remiso Pedro Sanz.
Sin embargo, y pese a todo, empieza a hablar un poco a trompicones, titubeando
y corrigiéndose a sí mismo. Largón como es, y con su reconocida capacidad para
enrollarse y no decir nada completamente intacta, Sanz da algunos rodeos hasta
venir a encallar en un argumento tan gaseoso como es la defensa del cargo
presidencial.
- Así que en su momento entendí, y sigo entendiendo,
que debía evitar que el cargo que yo encarno por voluntad de todos los riojanos
y riojanas quedase salpicado por una polémica como la que se empeñaba en azuzar
don Tomás Ramírez, a quien, por otra parte, reitero todos mis respetos como
católico que soy y humilde hijo de la Santa Madre Iglesia. Pero es que yo no
podía permitir que alguien tratara de rebajar lo que es y significa la
presidencia, para hacerme aparecer como indigno de ostentar tan alta representación.
Esa era mi apuesta por poner en valor lo
que los ciudadanos y ciudadanas bla, bla, bla.
Martínez Somalo está haciendo un verdadero ejercicio de
paciencia prestando su atención al presidente Sanz sin perder los estribos. «Ya
me parecía a mí que este tío no iba a ser capaz de reconocer ni uno solo de sus
errores -piensa para sí-. ¡Vaya cabeza más dura que tiene!». Entonces, cuando nota
que está a punto de estallar, se pone inesperadamente en pie, abre los brazos y
dice:
- ¡Ay, Pedro, Pedro! Tú eres Pedro, y sobre esta piedra estamos
edificando nosotros los sagrados altares de nuestro rendido amor a la Patria riojana.
El presidente, que empieza a estar
un poco mareado a causa del pacharán que se ha metido al coleto, se siente arrebatado
ante las palabras de monseñor, y replica,
saltando de la silla y santiguándose dos veces:
- ¡¡Olé!! Digo, ¡Amén!
Sempronio Graco Continuará