Bañarse
en el río.
Aunque las crecidas de
invierno dejaban en nuestra ciudad cantidad de pozos de agua fresca y
cristalina en los que poder bañarnos en el verano -la Subida y la Bajada, la
Pirámide, el Pozo del Coco, la Playa de los Bilbaínos, el Pozo de la Eloísa…-,
nosotros elegíamos siempre el conocido popularmente como La Playa -sobre todo
los días de labor-, por ser el más concurrido y el más cercano a nuestras
casas. Para que ello fuera posible, la Brigada de Obras del Ayuntamiento,
mediada la primavera, comenzaba a construir cada año el famoso trampolín de
madera sobre los malecones -bloques de hormigón- que había justamente a la
altura de donde comienzan las Piscinas Municipales, para salvaguardar de las
crecidas el Paseo, desde el que nos tirábamos millones de veces de cabeza al
río, y, hasta que se les ocurrió colocar sacos de cuerda sobre las deslizantes
tablas, nos dábamos golpes a porrillo, mientras una pala mecánica hacía una
presa de cascajo en mitad del río. En la parte trasera del trampolín había un
espigón que llegaba hasta el Paseo, y otro que recorría unos cincuenta metros
de río, en forma de martillo, en el que dejábamos la ropa en montoncitos a
medida que íbamos llegando, quedando a la vista del más miope, vergonzosamente
cagados, algunos de los calzoncillos. Allí aprendimos a nadar a estilo perro,
cuando mi primo Ramón, Jerry, Larri, Fredi, el Mohicano y el Huevero nos
tiraban desde el trampolín para que quitáramos el miedo. En cuanto logramos
alcanzar los bloques sanos y salvos la primera vez, ya no hubo forma de
sacarnos. Estos peculiares profesores, hacían nuestras delicias cuando,
cogiendo “correcaina” -carrerilla- desde el Paseo, saltaban sobre el trampolín
y, haciendo piruetas por el aire, entraban de cabeza en el río sin romperse
nunca el cuello. Además de estos artistas del salto del trampolín, estaban Javi
Sedano, que, nadando debajo del agua, iba desde el trampolín hasta la presa de
cascajo, situada a más de cincuenta metros; Prudencio, que se tiraba de cabeza
al agua, y para cuando salía a la superficie -aguantaba debajo del agua más de
dos minutos-, todos creíamos que se había ahogado, y “El Piedra”, que como le
obligaban a trabajar y a estudiar, tenía muy poco tiempo, llegaba siempre en
bicicleta y al grito de “¡hay alguien debajo!”, se tiraba con ella al río.
Nosotros, más modestos que unos y otros, jugábamos a tirarnos de cabeza desde
el trampolín, intentando pasar por el centro de los gigantescos flotadores
-cámaras de ruedas de autobús-, que llevaban Larry y Guinea, o a coger buzeando
las piedras blancas que previamente hundíamos. En la orilla izquierda, cantidad
de niños jugaban con calderitos y palas de plástico a hacer castillos, que
siempre se hundían antes de terminarlos, o a martirizar a las pobres cucharetas,
intentando inútilmente retenerlas en pequeños pocitos de cascajo, y las chicas
tomaban el sol tumbaditas en las toallas que previamente habían extendido sobre
el abrasante cascajo, mientras escuchaban al Dúo Dinámico, a los Sírex, a los
Brincos o a los Bravos en los pequeños aparatos de radio. Y así estábamos,
mañana y tarde -a pesar de ser sagrada en aquellos tiempos la siesta, siempre
nos la saltábamos-, inventándonos miles de argumentos para no guardar nunca las
fastidiosas digestiones: que si mojándote la nuca antes de tirarte; que si
haciéndote cruces con agua en los pies; que si cagando antes de bañarte…,
durante todo el verano, hasta que un fatídico año -maldito sea ml veces- el
Ayuntamiento construyó la primera Piscina Municipal, abandonando para siempre
la colocación del trampolín de madera y la construcción de la presa de cascajo,
dejándonos a todos nosotros terriblemente desolados. Por lo demás, decirles,
mientras me embarga la tristeza por recuerdo tan amargo, que los muchísimos
veraneantes que venían a nuestra ciudad -para nosotros todos eran bilbaínos-
elegían mayoritariamente el tramo de río que abarca la calle Ribera del
Najerilla, de ahí que fuera conocido como “La Playa de los Bilbaínos”. Que los
domingos y festivos íbamos a la Pirámide, donde además de bañarnos, nos
comíamos las tortillas de patata a la fresca de las frondosas mimbreras y,
mientras escuchábamos música y tonteábamos, preparábamos el plan para bailar en
el quiosco del Paseo, cuando la suave brisa de la tarde nos aconsejara que
abandonáramos el baño. Que esporádicamente hacíamos incursiones en el Pozo del
Coco. Y, finalmente, que siempre había
quien prefería los lugares más lejanos, como la Subida y la Bajada, o el
Pozo del Gobierno para darse un baño.