Le llamábamos “chiquitín,” a pesar de ser tres veces más grande que los gatos callejeros, porque apareció debajo de nuestra ventana cuando apenas contaba veinte días. Cuando nos percatamos de su inexplicable llegada, comenzamos a bajarle leche en un envase de plástico, atado en sus dos extremos con hilo de coco, y él, por su parte, tomó los bajos de nuestro coche como casa. Al poco tiempo de esta inesperada y agradable llegada, le bajábamos dos recipientes, uno con pienso y otro con agua. Cuando creció lo suficiente, con el fin de quitarlo de los peligros de la carretera, le poníamos la comida en el alféizar de la ventana, en lugar de bajársela, y él, cuando tenía hambre, intentaba una y otra vez subirse, mas todos sus intentos eran vanos, porque aún le escaseaban las fuerzas. Para remediar esta situación, mi mujer, mi hija y yo le poníamos tablas suspendidas entre el techo del coche y el alféizar de la ventana; le descolgábamos mantas y toquillas para que trepara por ellas; intentábamos cogerlo en la calle para subirlo a casa... mas no conseguíamos nada, hasta que un buen día, mi hija Cristina, metida en el coche con la puerta abierta, estuvo llamándolo durante horas y consiguió cogerlo y subirlo a casa. Nada más llegar, le habilitamos una casa en el alféizar de la ventana con una caja de cartón y unas mantas, y lo dejamos allí para que descansara. En cuanto cogió confianza en sí mismo, comenzó a bajarse y a subirse por el coche como si tal cosa, y, una vez salvado ese impedimento, comenzó sus correrías por las calles vecinas. Cuando más tranquilos estábamos, leyendo o viendo la televisión en el cuarto de estar, aparecía todo ufano en la ventana y, tras llamar nuestra atención con sus mayidos, nos ofrecía lo que había cazado: un ratón, un pájaro o una lagartija, como muestra de su gratitud por la hospitalidad recibida. Le aceptábamos el presente, y le dejábamos entrar a que jugara un rato con el “Salem”, nuestro gato, y recibiera la ración de caricias que cada día, a su modo, nos pedía. Cuando se hizo adulto, empezó a alargar sus ausencias, porque se pasaba de correría la mayor parte del día, y de verbena con las gatas, las noches enteras. Mas cuando estaba en el alféizar, oteaba ufano el horizonte, ajeno a la gente que por la calle transitaba, desde lo alto de la caja, razón por la que, merced a su peso, Celia tenía que cambiársela con demasiada frecuencia. Como es de esperar en época de celo, muchos días volvía a casa al amanecer lleno de heridas, porque los gatos callejeros, que son unos envidiosos, le querían levantar sus valiosas conquistas. Y mi mujer, con infinita ternura, se las curaba todas y cada una, y lo dejaba descansar en el sofá que él mismo elegía. Muchas noches se sentaba con nosotros en el sofá a ver películas, y cuando se cansaba o quería hacer sus necesidades, se subía de un brinco a la mesa que tenemos junto a la ventana, y nos pedía con sus dulces mayidos que se la abriéramos para irse de aventura. Si nos íbamos fuera algún fin de semana, cuando llegábamos a casa, sin terminar de aparcar el coche (conocía el ruido del motor a la legua), saltaba sobre él, y esperaba quejumbroso en el alféizar a que le abriésemos la ventana. En una ocasión, y esto sí que es increíble en un gato, uno a uno, fue subiendo al alféizar y depositándolos en la caja que como casa tenía, a los cinco gatitos que había tenido una de sus conquistas. Obviamente, una vez que los gatos estuvieron a buen recaudo, la gata de sus desvelos y peleas, ocupó, para amamantarlos y darles calor, su caja, y el ingenuo del “chiquitín”, cuando llegó, como de costumbre, ufano y victorioso al alféizar en busca de comida y reposo, se encontró con una intrusa, y comenzó a lanzar lastimeros mayidos, como preguntándonos qué había ocurrido. Por qué no podía él ocupar su casita. Para remediar tan lastimera situación, mi mujer le habilitó otra caja en la ventana de mi hija, y, aunque desorientado y desconcertado, aceptó el hecho de que había sido desterrado por una que, más que gata, lagarta parecía. Desde que la gata convivió con él en el alféizar, por mucha hambre que tuviera, siempre dejó que los mejores bocados fueran para ella. Cuando comenzaron las obras de urbanización de la calle Pared Blanca, el “chiquitín”, se las veía y se las deseaba para poder subirse a su casa, ya que no había coches aparcados, y no estaba acostumbrado a trepar por los ladrillos caravista. La gata, por su parte, cuando lo creyó oportuno, se llevó a sus gatitos sin que nos diéramos cuenta, y le dejó al “chiquitín”, para siempre libre la casa. Mi mujer le guardaba todos los días medio filete para cuando llegara de sus correrías, y en invierno le ponía botellas de agua caliente entre las mantas para que no sintiera las terribles nevadas, y las asesinas escarchas y heladas. Y cuando estaba malo, lo bajaba donde Ana, la veterinaria, para que lo curara. Y así vivió durante dos años y medio mi ocupa: recibiendo infinitas caricias; disfrutando de las mejores comidas; jugando con nuestro gato; descansando en nuestros sofás, y teniendo, además de todo esto, Libertad para sus conquistas y correrías. Hasta que un fatídico día, mi hija Cristina se lo encontró muerto en una acera: lo había atropellado un coche, hiriéndole mortalmente en la cabeza. Con mucho dolor y resignación, le dimos sepultura. Y ahora mismo, a pesar de haber pasado ya tantos años, aún sigo metiéndome en la cama con la sensación de que uno de nosotros no ha llegado a casa todavía.
Jesús Eusebio Hervías. Febrero de 2007.