Días
de ocio y rosas.
Los que tuvimos la
fortuna de ir a la escuela con Don Emilio, disfrutamos de cantidad de horas
extras de recreo cuidando su bienamado jardín, cambiando las aburridas y
complicadas operaciones de sumar, restar, multiplicar y dividir, por sobres de
papel con semillas de flores, azadillas, rastrillos y tijeras de podar. Nos
sacaba de clase al azar, dándonos un cariñoso golpecito en la cabeza con el
palo que llevaba siempre escondido en su espalda, mientras con voz queda decía:
“Cierra el libro y ven conmigo, Hervías”… y con un semblante diametralmente
opuesto al mostrado en la escuela, nos daba divertidas lecciones sobre los
misterios y caprichos de la tierra y su forma de actuar. El jardín comenzaba a
ambos lados de los arqueados y aromáticos cipreses que hacían pasillo desde el
Paseo hasta la escuela, y se extendía a lo largo de la peculiar tapia que la
circundaba, descolgando de ésta, en su parte frontal, abundantes ramilletes de
rosas, que los domingos de primavera, todos los niños de Nájera le íbamos a
mangar. En la parte de atrás, tenía Don Emilio un gran manzano -en el que nos
subíamos cuando jugábamos en el patio a la “ía de correr ataos”- y algunos
árboles frutales más, con los que, haciéndose el despistado, nos mataba el
hambre cuando no teníamos dónde robar. El trabajo, si así se le puede llamar,
era de lo más liviano y divertido, porque no nos metió prisas jamás. Estando en
plena faena, se liaba tranquilamente un cigarro “Caldo” y, mientras se lo
fumaba, mandándonos parar, nos daba interesantes explicaciones sobre esto, lo
otro, lo de acá y lo de más allá. Al final, casi sin haber pegado golpe, nos
mandaba guardar las herramientas en la leñera y, más contentos que Chupín,
entrábamos de nuevo a clase a ver qué hacía el personal. Era Don Emilio un
hombre de semblante taciturno, debido a un viejo problema familiar que, a pesar
de que a todos nos daba morbo, jamás quisimos investigar, porque, además de no
ser cosa de niños asunto tan serio, a nosotros nos bastaba y nos sobraba con su
bondad. Derivadas de este triste problema, quizá, tenía Don Emilio dos grandes
pasiones: la ya explicada a ustedes, y la de pescar. Esta última la dejó muy pronto
por falta de ganas, o de truchas, ¡vaya usted a adivinar!, y la primera, cuando
se tuvo que jubilar; momento que aprovechó algún conspicuo para decidir que en
el colegio sobraban cipreses, y jacintos, y geranios, y rosales, y claveles, y manzanos…, y la
tierra toda, y que lo tenían que rediseñar, llenándolo de hormigón por doquier,
para hacerlo más aséptico y funcional. Mientras ejerció la enseñanza, fue mi
caro y siempre recordado Don Emilio, un maestro ejemplar que, aunque quizá no
supo enseñarnos bien lo que de un maestro al uso cabría esperar: eso que en
esta caprichosa, injusta y desigual vida no te sirve de nada a la hora de la
verdad, sí que supo enseñarnos algo de lo que ahora mismo estamos muy
necesitados: ¡¡Urbanidad!! No había suceso que ocurriera en nuestra ciudad:
incendio, atropello, abuso, riña, accidente laboral… sobre el que no nos
hiciera reflexionar a través de una redacción, para que diésemos con las causas
que, a nuestro entender, lo provocaron y cómo se hubiera podido evitar. Después,
al corregírnoslo, añadía él en nuestro cuaderno sabrosas y enriquecedoras
máximas, para que no olvidáramos lo aprendido jamás. Esta particular
metodología suya, repleta de días de ocio y rosas, hizo que de su clase
saliéramos hombrecillos semianalfabetos, quizá, pero rebosantes de bondad.