En mi infancia era frecuentísimo
encontrarte por la calle a lecheras, panaderos, repartidores de bebidas y
paquetería, vendedores de cisco, al azafranero… Los más madrugadores eran los
panaderos que, portando cantidad de barras de pan en un carro pequeño con un
gran cajón de madera, iban repartiéndolo bien de mañanita por casas, bares y
comercios. Y aunque había varios, yo recuerdo especialmente a Juan Cruz Ojeda,
“Carriola”, del que llegué a ser buen amigo, que todos los años por carnaval,
no sé por qué razón, me obsequiaba con un bollito de pan con chorizo dentro.
Después eran mi querido y añorado Amigo José Ramón Bernal y Rufino, “el
campiñarri”, los que iban repartiendo por los bares de la ciudad, el primero
con una rudimentaria carretilla de madera con una rueda de hierro, las barras
de hielo que hacían en la fábrica de gaseosas del señor Eusebio, y el segundo,
las cajas de cervezas y refrescos que su jefe, Ignacio, le cargaba en un carro
pequeño. A cualquier hora de la mañana o de la tarde, podías tropezarte con los
señores Alfonso y Valentín, repartiendo en pequeños carros, también, la
paquetería que los autobuses de Angulo y Guinea, principalmente, habían dejado
amontonados en la balaustrada del puente de piedra, frente al Bar Royalty, que
era donde tenían la parada, por tiendas y comercios. Las lecheras solían
repartir por la tarde, portando la leche en un pequeño carrito de ruedas de
goma, en el que llevaban, además de las candajas -cuatro creo que eran-, toda
clase de medidas, con aquellos cazos tan curiosos. Iban de portal en portal,
avisando a viva voz a sus clientas, y, por lo común, apuntaban en una libreta
la cantidad que le habían depositado en el cueceleches a cada una de ellas,
porque compraban al debo. En otoño, eran los vendedores de cisco los que
transitaban nuestras calles, llevando del ramal a una mula cargada con cuatro
sacos de cisco, que intentaban venderles a buen precio a nuestras madres, para
calentar el brasero en invierno. Estos personajes nos llamaban muchísimo la
atención, porque iban siempre totalmente negros. También en otoño caminaban por
nuestras calles, sobre todo donde había bodegas o envases, los vinateros, con
aquellos pellejos de vino que a nosotros se nos antojaban cerdos, apoyados en
una hombrera de cuero, superpuesta en una camisa azul, que, al parecer, era el
uniforme de los de ese gremio. Y en cualquier época del año, podía aparecer el
azafranero, un hombre alto y fuerte, con un traje de pana marrón, que portaba
en sus grandes manos una cajita pequeña de hojalata, atada con una tira de
cuero que le servía de asa, donde llevaba los hilitos de azafrán y una
minúscula báscula con sus diminutas pesas, para pesar, si es que vendía, el
azafrán, un producto prohibitivo para todos nosotros, porque era más caro que
el mismísimo oro. A afiladores llegados de Galicia a afilarles a nuestras
madres cuchillos y tijeras, y a las pescateras y carniceros los cuchillos y
machetas de cortar pescados y chuletas. Al ajero, aquel señor que portaba en sus
hombros las ristras de ajos. Al difunto Pedro Nájera y su hijo Santos, que recorrían
nuestras calles vendiendo pan y refrescos, en una curiosa bicicleta de tres
ruedas, que portaba en la parte delantera un gran cajón con una barra de hierro
que hacía de manillar. Y, finalmente, quiero añadir, también, al padre de mi
cara Amiga Sara, repartiendo el pan de la Panadería Ochoa por los pueblos, con
un motocarro pequeño.