El mayor guantazo
dialéctico que ha recibido durante su larga presidencia Pedro Sanz se lo
propinó el párroco de Arnedo, don Tomás Ramírez. Sucedió en el mes de septiembre
de 2013, y fue a través de una carta que apareció publicada en la hojita
parroquial que se reparte semanalmente para consumo de los feligreses. Lo que
en esencia venía a criticar el sacerdote era la prepotencia con que se maneja
quien ha llegado a creerse realmente que La Rioja es su cortijo y que las
mayorías absolutas con las que ha ganado muchas elecciones le autorizan a ir
dejando un reguero de meadas por toda la región para, al igual que hacen algunos
animales, indicar a los restantes machos de la manada que este territorio es
suyo y que aquí sólo manda él.
Esta
metáfora mingitoria evoca lo sucedido en cierta localidad gobernada por un
alcalde popular de esos que comen a dos carrillos de la mano de Sanz. El
presidente había ido a inaugurar el nuevo Ayuntamiento del pueblo, y al final
acabaron él, el alcalde y sus acompañantes, de celebración en la bodega. Después
de meterse al cuerpo, entre todos, varios kilos de chuletas y de libar sus
buenos tragazos de vino, creyendo ingenuamente que se hallaba rodeado solo de amigotes
de su misma cuerda ideológica, el primer mandatario riojano se permitió hacer varias
alusiones humorísticas a sus atributos varoniles y a las carencias testiculares
de algunos de sus adversarios políticos. La fanfarronada de Sanz se extendió como
la pólvora por todo el pueblo y provocó que alguien pegara de madrugada, en la
puerta del nuevo Consistorio, una cuartilla que decía así: «Aquí mismo, después
de inaugurar este edificio, se ha sacado la chorra y nos ha orinado encima el
presidente del Gobierno de La Rioja. De paso, y aprovechando que ya la tenía
fuera del pantalón, ha pretendido igualmente darnos por el culo a quienes no somos
de su partido, no le reímos las gracias y no le besamos los pies. Pues sepa el
señor presidente que hay que tenerla muy dura y muy bien puesta para intentar
jodernos al mismo tiempo a tantos riojanos que no comulgamos con sus ideas.
Lamentablemente para él, en cuestiones referidas a durezas y tamaños lo suyo no
puede compararse con lo de Nacho Vidal o Rocco Siffredi. En ese tema, el señor
presidente sólo está a la altura del más insignificante pigmeo africano».
Esto
era también, adecuando convenientemente las comparaciones, lo que intentaba
transmitirle, con palabras menos agrestes, más civilizadas y desprovistas de
salpicones de testosterona, el párroco Ramírez al político bocazas y gustoso de
chapotear en ruines fangos bodegueros y en otros igual de poco recomendables.
Don Tomás se remontaba al año 2003 para relatar en la hoja parroquial que,
cuando se inauguró la reforma de la residencia de ancianos de Arnedo, el
presidente del Gobierno riojano se negó a darle la mano. El párroco le pidió
explicaciones por su actitud, pero Sanz le contestó despectivamente argumentando
que «no llevaba sotana, como los curas buenos, y que se metía en política». Con
esa curiosa respuesta, Sanz dividía al clero en dos grupos: con sotana e
inofensivos, y sin sotana y muy críticos con algunos dirigentes políticos, en
concreto con él. El presidente no debía dominar por entonces la terminología
eclesiástica, y seguramente el reproche que le hacía a don Tomás Ramírez no era
tanto que no llevara sotana sino que no fuera vestido inequívocamente de cura,
con traje oscuro y alzacuellos, al modo en que lo hacen el obispo Omella o don
Justo García Turza. Sin embargo, lo que más le sublevaba a Sanz era la actitud
levantisca y poco complaciente del párroco arnedano con determinados abusos
suyos y su falta de limpieza democrática. Por eso se la tenía jurada.
- Y se
negó a darme la mano, ya ve usted. Y cuando le pregunté que por qué me hacía
eso me dijo que yo no llevaba sotana como los curas buenos y que además me
metía en política. Sí, señor obispo, eso es lo que me dijo el presidente Sanz hace
diez años, poniendo cara de mucho desprecio. Entonces, como parece que sigue en
las mismas, fue cuando escribí mi carta y expliqué que mientras yo estuviera a
cargo de la comunidad cristiana de Arnedo él no sería bien recibido en
nuestra parroquia si persistía en
negarme el saludo.
Alguien
debió hacer llegar un discreto mensaje al sacerdote, rogándole que tratara de
moderar sus críticas y que no echara más leña al fuego, mientras el obispo se
las tenía que ver con la patata caliente que le había caído encima. Don Juan
José pensaba que no había que arrojar más paletadas de estiércol sobre Pedro
Sanz. ¡Pobre hombre! Al fin y al cabo, lo que había hecho el cura montanúmeros tampoco es que fuera,
precisamente, un ejemplo de prudencia, tacto y mano izquierda. De hecho, el
párroco podía aparecer a los ojos de muchos feligreses como un acusica que no
había tenido inconveniente en propagar a los cuatro vientos sus desavenencias
personales con el presidente, dejando a éste a los pies de los caballos. Por
esa razón, opinaba el prelado, lo que procedía hacer urgentemente era «poner la
otra mejilla», como recomendaba el propio Cristo, en lugar de enviscarse en
dimes y diretes tan poco edificantes.
Para
entonces Pedro Sanz ya había largado también como una cotorra, con la chulería
y arrogancia habituales en él, anunciando que seguiría yendo a la iglesia de
Arnedo, y a todas las iglesias que le saliera del moño, y cuando le diera la
gana, faltaría más. Todo ello sin hacer la menor autocrítica sobre sus actitudes
pasadas y dejando muy claro lo que le importaban las palabras del párroco.
El caso
es que la historia de su rifirrafe con don Tomás Ramírez resultó en su día tan
cochambrosa, tan corta de vuelo y escasa de asideros que ahora el presidente
Sanz no sabe bien cómo enhebrar una versión más o menos apañada que no lo deje
en ridículo y le ponga en evidencia ante su anfitrión, el cardenal Martínez
Somalo, quien por su parte aguarda la respuesta de su invitado con mirada
expectante y un rictus que se está volviendo irónico por momentos.
Sempronio
Graco
Continuará