Los guateques.
Como quiera que las cosas inocentes y
puras no precisan ocultarse, los chicos de mi generación montábamos los
guateques al aire libre, en cualquiera de los muchísimos parajes naturales que
esta bendita ciudad tenía -cuando aún era una ciudad idílica-, bailando con las
chicas de la cuadrilla al son que nos marcaban
los Bravos, los Sirex, los Ángeles, los Brincos, los Beatles, los
Mústang…, en aquellos tocadiscos Philips de maleta de plástico, hasta bien
entrada la noche, cuando la coqueta luna se observaba sin cesar en las límpidas
aguas del río Najerilla. El lugar elegido dependía en gran parte de dónde
estuviéramos pasando la tarde ese día; si era entre los purificadores y
aromáticos pinos del Castillo, el guateque se preparaba en los depósitos del
agua de boca que, como por arte de magia, en una flamante discoteca se convertían.
Si estábamos jugando en las frondosas choperas, éste se montaba en la Fuente de
la Estacada, manantial de aguas medicinales y gélidas, Si andábamos mangando
algo por las feraces huertas, el escenario era una casilla de aperos que alguno
de la cuadrilla tenía. Si nos hallábamos tomando la fresca por las confortables
riberas, se desarrollaba en el mismísimo río, entre azahares, mimbreras,
saúcos, zarzamoras y silvestres campanillas. Como pasaría después, de más
mozos, en los célebres chamizos, nunca
estábamos parejas a la hora de bailar y tenías que conformarte con esporádicos
escarceos amorosos cuando, después de bailar un montón de melosas canciones
-que duraban siglos- con tus insolidarios compañeros, cogías por fin a la chica
de tus sueños y, dejando volar tu imaginación, recorrías -o lo intentabas, al
manos- su grácil cuerpo con tus indecisos y torpes dedos, permitiéndote todo
tipo de pueriles fantasías. ¡Cuán dulce y maravilloso era un simple roce de
piel! ¡Cuán excelso un beso, aunque este fuera en la mejilla! Fueron tan
sublimes para nosotros estas experiencias vividas en tan majestuosos
escenarios, que quedaron grabadas en lo más profundo de nuestros enamorados
corazones para el resto de nuestros días, no siendo ya capaces de desarrollarnos
como personas adultas alejados de estas benditas maravillas. Todas nuestras
actividades giraron en torno a ellas. Ya fuera bañándonos en las frescas aguas
del río Najerilla; ya merendando en sus arboladas riberas; ya retozando en las
umbrías y sensuales choperas; ya paseando por las feraces huertas en tiempo de
fruta; ya cortejando entre los añosos plátanos del Paseo con tu chica… Nada era
posible, ni tan siquiera imaginable para nosotros, que no estuviera ligado a
estos dones divinos que a los ingratos najerinos nos legó la diosa fortuna.