El
comedor escolar.
Quedarse a comer en el comedor escolar
era un auténtico chollo. Además de comer de primera -mi querida y añorada Esme
siempre me trató a cuerpo de rey-, como lo hacías allí mismo, tenías un montón
de tiempo extra para jugar o hacer lo que quisieras antes de entrar a la
escuela por la tarde. Dependiendo de la estación del año, lo utilizabas en
jugar allí mismo, en bañarte en La Playa, en pescar cangrejos, o en explorar
huertas en busca de fruta fresca, o choperas en busca de tréboles de cuatro
hojas. Todo menos acordarte de la escuela. La comida la hacía la Esme en la
casa que había donde la leñera, y no sé porqué extraña razón, no siempre la
servían las mismas personas -al parecer acudían allí chicas jóvenes a hacer el
obligado “servicio social”-, aunque después de los años, he sabido por algunas
de ellas, que tenían orden de echarnos más comida a mis compañeros y a mí, que
al resto de los colegiales que ocupaban las demás mesas. El menú estaba
compuesto de un primer plato: pasta, sopa con garbanzos, verduras y legumbres;
un segundo: carne y pescado; y el postre: una pieza de fruta, naranjas y
manzanas principalmente. Y para beber, una jarra de agua corriente, que no mata
a la gente. Nos sentábamos cuatro niños en cada mesa, y podría haber unas
veinte. A nuestro cuidado siempre se quedaba una maestra, que comía allí con
nosotros, en una mesa aparte, y que yo recuerde, las que se encargaron de ello
mientras yo estuve, fueron doña Aurora y doña Enriqueta. En diciembre, unos
días antes de las vacaciones de Navidad, nos hacían una comida especial, y nos
daban doble ración de postre. Después, sin saber ahora mismo el porqué, el comedor
escolar se cerró para siempre. Desconozco los entresijos que tenía su
funcionamiento, pero puedo decirles a ustedes, amigos lectores, que tratándonos
como nos trató, seguro que perdió dinero mi querida y añorada Esme. Y sin
movernos de la época ni del lugar, les contaré a ustedes, que aprovechábamos el
tiempo, también, para buscar horcas de avellano con las que hacernos los
famosos tiragomas, ya saben: la horca, dos gomas largas atadas a ella, con un
trozo de cuero al final, que era donde se ponía la piedra, para cazar pájaros
-qué ilusos-, o librar los cruentos ataques, de los que, obviamente, siempre
salíamos indemnes. Para ir donde Isidoro, a por azufre, para mezclarlo con una
pastilla que previamente habíamos comprado en la farmacia -ahora mismo no
recuerdo cómo se llamaba-, y, tras colocarle una piedra plana encima, pisarla
con fuerza para provocar una explosión enorme. Para hacer acopio de pica pica
-semillas de los Plataneros-, para metérsela por el pescuezo a nuestros
compañeros en plena clase. Y para huir del temible Lubumba -un forestal que
hubo en Nájera, que llevaba escopeta-, cual si fuera la misma peste.