El Ajan y el Colomino.
Cuando andábamos faltos de juegos e imaginación, acudíamos al
“AJAN” -perdóneseme no recordar qué significan las siglas-, primero, de más
chiquititos, y al “Colomino”, después, estando más creciditos, a matar el rato
practicando diferentes juegos, y preparando día sí y día también unos ciscos de
espanto. El “AJAN” estaba ubicado en el ala donde hasta hace muy poco tiempo ha
estado la oficina de recepción y la entrada al Monasterio de Santa María La
Real, y era, lógicamente, propiedad de los frailes, aunque la encargada de
regentarlo fuera la asociación que existía con ese mismo nombre -tenía hasta
equipo de fútbol propio-, por lo que podemos deducir entre todos que dichas
siglas respondían a: “Asociación Juvenil Antoniana”, o algo así. La cuestión
-que es lo que de verdad nos importa- es que allí pasábamos cantidad de horas
-abrían solo por las tardes- jugando al ping-pong, al futbolín, a las cartas,
al juego de la rana -al mismo que jugábamos en la tétrica mansión del Barón
cuando furtivamente entrábamos a descubrir sabe Dios qué misterios, totalmente
aterrados-, que no éramos capaces de meter la moneda en su boca ni aunque nos
acercáramos hasta la mesa donde estaba adosada, y destrozando las bancas de madera que tenían para que viéramos bien
sentaditos las películas religiosas que nos ponían todos los domingos y
festivos. -También en el portal que hay en las viviendas de la Iglesia de Santa
Cruz, a mano izquierda, donde está la ventana a la que no conseguíamos llegar
nunca para subirnos a ella, nos ponían las mismas películas durante algún
tiempo-. En una ocasión, cuando llevábamos a “Nikito” con los brazos en alto
tumbado en una banca, cual si fuera un caudillo, se nos cayó y se rompió el
brazo por dos o tres sitios. Lo del “Colomino” fue otra historia. Entonces
éramos ya más mozos y por consiguiente nuestros juegos y divertimentos eran
otros. Allí jugábamos muchísimo al futbolín -al de verdad, no como los de ahora
que los futbolistas son de madera y tienen los pies juntos-, intentando
inútilmente ganarles una partida a Bernal o a Juan Ramón, que aunque nos
jugaran a dos de nosotros a la vez con una sola mano y con los ojos vendados
eran capaces de dejarnos en cero. Jugábamos muchísimo también al ping-pong -lo
que es la vida; este juego lo dominaba yo de primera, y ahora mismo soy incapaz
de darle dos veces-, llegando a celebrar campeonatos emocionantísimos en los
que participábamos cantidad de najerinos. Tenían también un juego que consistía
en jugar con dos manoplas anchas suspendidas de una barra de hierro cada
jugador, con unas bolas como las del futbolín, en una mesa hasta que uno de
ellos llegara a meter gol, Había también una mesa de billar americano, ese de
poner las bolas de colores en el triángulo para ir metiéndolas con la blanca en
los agujeros de los lados, dejando la negra para el final -a este juego no
jugábamos mucho nosotros, aunque gozó también de bastante popularidad-. Y
tenían, finalmente, aquel habilín tan característico en el que un mono iba
trepando por una palmera hasta coger un coco, que de no haber sido por el
cartón que metíamos por un costado no lo
hacemos arrimarse ni al tronco. Conviene decir ahora mismo, antes de que se me
vaya el santo al cielo, que durante una época muy larga, teníamos siempre como
música de fondo los sonidos que, desde un rudimentario televisor en blanco y
negro, emitía una serie televisiva -“Viaje al fondo del mar”, podría ser-, en
la que no se veía más que un submarino en el fondo del mar, que nunca supimos
de qué iba aquello. Cuando estaban de jefes en el local Juan Ramón o Yumbito,
aquello era una bendición del cielo: jugábamos partidas gratis, fumábamos,
jurábamos en arameo… ¡Todo estaba permitido! Mas si los que estaban eran sus
padres, Antonia y Félix, la cosa se ponía mucho más seria. No obstante, con
unos o con otros, el “Colomino” -creo que se llamaba así porque Félix era de
Santa Coloma-, representó tanto para nosotros en aquella época como en la
inmediatamente posterior lo hicieran los chamizos. ¡Fueron nuestra segunda
casa! Después alternaron la sala de juegos con un bar durante algún tiempo,
quedando finalmente todo el local como bar; aquel tan célebre en el que se
vendían las sardinas en aceite en un trozo de pan con una guindilla -que picaban lo suyo-,
abriendo un pequeño salón recreativo en un bajo chiquitito de la casa de la
señora Teria, frente a la farmacia Mendiola, que por no gozar de popularidad se
cerró muy pronto. Y lo que es la vida, después de estar años y años cerrado el
“colomino”, hoy, los mismos dueños -Juan Ramón y Yumbito- lo han convertido en
un precioso disco-bar, llamado 51.¡Quién me iba a decir a mí, casi medio siglo
después de lo hasta ahora escrito, que mi hijo iba a acudir a divertirse al
mismo local al que yo fui de niño!¡Caprichos del destino!