Martínez Somalo
contempla al presidente Sanz de arriba a abajo con una mirada severa en la que
asoma también cierta conmiseración. Lo ve de pronto descorbatado, sudoroso y
tambaleante, y siente que la persona que tiene ante él es sólo un pobre hombre
atrapado en la concupiscencia del poder y en el deseo irrefrenable de
dominación de sus semejantes. Pero sabe también que un gallo que cacarea tanto
se merece un buen coscorrón en la cresta y que alguien le lime los espolones.
- Hijo
mío -le dice-, siéntese y atienda mis palabras. Mire, por el poder que me ha
sido conferido de lo Alto yo puedo perdonarle a usted sus pecados, pero antes
debería mostrar un poco de arrepentimiento, ¿no le parece? Dolor de atrición y
de contrición. ¿No le enseñaron esos conceptos en la escuela, o en la
catequesis de Igea, cuando se preparaba para la primera comunión?
Pedro Sanz nota que está siendo doblegado por la facundia
incontrolada del eclesiástico de Baños, que ahora se mantiene de pie frente él.
- Algo me quiere sonar, sí.
- ¡Ay, Pedro, Pedro! En verdad que
tú eres Pedro y sobre la piedra de tu soberbia tropiezas cada día en el
desempeño de tu cargo -Martínez Somalo es consciente de que está ganando la
batalla y, sin darse cuenta, abandona el usted y pasa a tutear al presidente-.
No lo olvides, hijo mío: quien se ensalza será humillado, y quien se humilla
será ensalzado. Son palabras del propio Cristo. ¿Eso también te suena?
El presidente Sanz asiente con
una sonrisa meliflua.
- También, je, je, también. Sí,
sí, sí.
El cardenal se gira hasta ponerse
de espaldas a su invitado, mientras coge con las dos manos el crucifijo de oro
que pende de su cuello y se lo pone a la altura de los ojos. Luego pronuncia
algunas palabras, pero en voz baja, como si estuviera murmurando una oración
para sí.
- Perdónale, Señor, porque no sabe
lo que hace… Todos los males actuales provienen de la ignorancia de nuestros
gobernantes y de su abandono de la senda edificante de nuestra religión. ¡Ay,
Señor! ¿Qué podemos hacer nosotros, tus pastores, si nos las tenemos que ver
cada día con esta recua de acémilas?
Pedro Sanz ha captado perfectamente las palabras del
cardenal.
-
Hombre, don Eduardo, tampoco se ponga usted así por un quítame de ahí esas
pajas…
Martínez
Somalo se revuelve como una centella.
- Chsssssss. ¡Silencio, pecador! Cuando el representante
de cualquier poder temporal tiene ante sí a quien encarna el poder espiritual proveniente
del mismo Dios debe humillarse y callar
ante él.
Pedro Sanz siente definitivamente que está siendo
vapuleado por su eminencia y opta por mostrarse lo más dócil que le permiten
las circunstancias.
- Bueno, bueno, no nos pongamos a
discutir ahora. Ya me callo.
Pero el cardenal ruge autoritario:
-
¡Arrodíllate ante Nos!
Pedro Sanz, que nota cómo todo le da vueltas a causa del
maldito pacharán, no se ve con resuello suficiente para oponer resistencia y se
arrodilla ante el cardenal con gesto compungido y exhibiendo la mansedumbre de
un cordero. Martínez Somalo acaba de revelar un rostro que el presidente Sanz
desconocía hasta entonces: el rostro furioso de un Moisés iracundo que desciende
del Sinaí y rompe las Tablas de la Ley cuando encuentra a los israelitas
entregados a la adoración del becerro del oro. El de Igea lo interpreta así y
se siente un poco apabullado y temeroso de la cólera cardenalicia. Por eso, para
que la estampa sea más convincente y pueda conmover a don Eduardo en lo más
hondo, Pedro Sanz decide juntar las manos en actitud orante y doblar la testuz
como un morlaco a punto de recibir el acero
de manos de su matador.
«Así me gusta, que el presidente de La Rioja agache las
orejas ante el poder que me ha sido conferido por Quien todo lo ve y todo
puede», se recrea el cardenal en la fuerza de su autoridad. Luego, abandonando
momentáneamente el tuteo y marcando distancias con la recuperación del usted,
dice:
- Hay que desprenderse de esa soberbia que está siendo su
perdición, hijo mío. Y ahora, con la mayor entrega y el más sincero
recogimiento, repita conmigo: «Yo, pecador, confieso ante Dios Todopoderoso que
he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi
culpa, por mi gran culpa…»
Pedro Sanz, que debe hacer más de un cuarto de siglo que
no se pone a rezar en serio, va a remolque del cardenal y le sigue un poco
atropelladamente repitiendo una oración cuya letra y su significado olvidó hace
tiempo. El mismo que ha transcurrido desde que se asomó a la política y se
encaramó en sus altos andamios, allí donde el poder provoca un poderoso vértigo
que se transforma en un agradable cosquilleo que se siente directamente en la
entrepierna.
Cuando terminan de rezar, Martínez Somalo apoya su mano
sobre la cabeza del presidente y permanece así unos instantes. «Continúe de
rodillas -le dice-, y mientras tanto vaya desmenuzando despacito el Señor mío, Jesucristo». Después sale de
la habitación y regresa un par de minutos más tarde trayendo consigo una ristra
de chorizo envasada al vacío y tres estampas de santos. Tras depositarlo todo
sobre la mesa, cierra los ojos y a continuación bendice el embutido, ante la
mirada atónita del presidente Sanz.
- Esto es un remedio casero de mi propia cosecha contra
el engreimiento de algunos políticos -proclama Martínez Somalo muy ufano-.
Usted corta en finas rodajas este chorizo y cada mañana se toma una de ellas en
ayunas, al tiempo que reza muy concentrado el Yo pecador y lee en voz alta las jaculatorias que aparecen escritas
en el reverso de estas tres estampas, que corresponden a tres santos de mi
mayor devoción: Santa Rita de Casia, San Nicodemo de Alejandría y San Antonio
de Padua. De aquí a tres meses le entrarán ganas de abandonar la política y
profesar como monje cartujo, pero usted debe perseverar y seguir empuñando con
fuerza el timón de la nave riojana en su singladura hacia los límpidos
horizontes que nos aguardan. ¿Le ha quedado claro?
- Muy claro, sí.
-
Y estoy por decirle que si en este tiempo fallece usted, Dios no lo
quiera, irá como un tiro derechito hasta
el cielo, sin pasar por el purgatorio. Vamos, que este chorizo de Baños
bendecido por mí le proporcionará a usted la indulgencia plenaria. Fijo.
Pedro Sanz interpreta las últimas palabras de Martínez
Somalo como una prueba irrefutable del deterioro mental que su anfitrión
manifiesta a veces, así que decide seguirle la corriente para evitar su enfado.
- No sabe usted, eminencia, el peso que me quita de
encima. ¿Y puede garantizarme también que allá en el cielo ocuparé una de las
filas que estén más próximas al Padre Eterno?
- No, eso no. En todo caso, dependerá de la sinceridad de
su arrepentimiento.
- Pierda cuidado, don Eduardo, que yo pienso arrepentirme
mucho. Todo lo que pueda. No va a haber nadie que se arrepienta más que yo de
su chulería y su arrogancia. De aquí a nada eso será cosa del pasado.
- Bueno, bueno. Eso ya lo veré yo el año que viene por
estas mismas fechas… Y ahora, hijo mío, si no le importa, quisiera retirarme a
descansar. Ya sabe usted que yo en Roma me acuesto lo más tardar a las ocho. Lo
vengo practicando así desde hace más de cuarenta años. Me gusta madrugar para
celebrar misa y empezar el día con buen pie. Ya sabe: al que madruga Dios le
ayuda.
- Sí, claro. Y no por mucho madrugar amanece más
temprano.
- Pero hombre, ¿y eso qué tiene que ver con lo que he
dicho yo?
- Nada, nada. ¡Perdón!
- En fin. Mire, usted siéntese aquí conmigo un instante y
acompáñeme en el rezo de mis oraciones. Son las que repito cada noche desde que
era niño, las que más me agradan. Diga conmigo: «Cuatro esquinitas tiene mi
cama y cuatro angelitos que me la guardan. Ángel de mi guarda, dulce compañía,
no me desampares ni de noche ni de día ni en la hora de mi muerte. Amén».
Martínez Somalo se levanta y aguarda a que el presidente
Sanz se ajuste el nudo de la corbata, se baje las mangas de la camisa y se
ponga la chaqueta. Luego saca una bolsa de plástico de uno de los cajones del
aparador, mete en ella la ristra de chorizo y las tres estampas y se la entrega
a su invitado. A continuación salen juntos de la salita. Entonces aparece la
hermana de don Eduardo, que estaba en la cocina y ahora acude a despedir al
presidente. Cuando ella abre la puerta de la calle, unos cuantos bañejos que
aguardaban pacientemente en el exterior
gritan con entusiasmo:
- Don
Eduardo, don Eduardo, oé, oé, oéééé….
Al cardenal le agrada encontrarse de nuevo con sus
paisanos y los saluda a todos impartiendo un torrente de bendiciones. Luego se
vuelve hacia Pedro Sanz y le presenta la mano para que le bese el anillo. El
primer mandatario riojano interpreta esto como la última maniobra de Martínez
Somalo para que todos vean cómo él, el presidente del Gobierno de La Rioja,
dobla públicamente el espinazo ante quien predica la humildad urbi et orbi y posee más soberbia que
entre catorce Pedros Sanz juntos.
A Arturo Steven, que entretenía la espera en un bar
cercano, le ha llamado por el móvil el chófer del coche presidencial para
decirle que Pedro Sanz ya está en la
calle. El chico de los recados del presidente riojano se dirige a la casa de su
eminencia caminando por la acera a grandes zancadas. Se ha tomado tres
cervezas, ha hechos dos sudokus y se ha fumado cinco cigarrillos. Ahora tira la
colilla encendida del último, que le cae encima a un pobre perro callejero que
pasa en ese momento a su lado.
- ¿Qué tal ha ido todo, presidente? -le dice a Sanz acercándose a su oído.
- Bien, Arturito, bien. Ya te contaré luego -responde
Pedro Sanz en voz baja, entregándole la bolsa con el chorizo y las tres
estampas-. Antes me he bebido una copa de pacharán y llevo un rato sintiéndome
muy mareado, pero espero que se me pase durante
el viaje de vuelta.
- Ya decía yo que te notaba un ligero olor a alcohol,
presidente.
- ¡Coño, pues tú cantas a cerveza que tiras para atrás!
- Es que he tenido tiempo de tomarme tres Heineken. Esta
vez ha durando la visita más de una hora. Me parece que nunca había sido tan
larga.
Martínez Somalo se despide de todos, sonriendo y lanzando
besos a diestro y siniestro. Antes de desaparecer en el interior de la casa dice:
- Y recuerde,
señor presidente, que dentro de una semana le devolveré la visita en el
palacete de Vara de Rey. Como todos los años.
- Allí le aguardaré y lo recibiré de mil amores, don
Eduardo.
- Cuídese.
- Y usted disfrute de estos días de descanso.
Cuando el coche presidencial arranca de Baños de Río
Tobía, seguido de cerca por el auto donde viajan los guardaespaldas, Pedro Sanz
le dice a Arturo Steven, que va sentado a su lado:
- ¿Sabes, Arturito? Me temo que nuestro querido don
Eduardo empieza a estar un poco gagá. Si te cuento lo que me ha pasado ahí
dentro durante la última media hora no te lo crees.
Sempronio Graco
Continuará