Cuando mis bienamados padres me trajeron al mundo en los difíciles años cincuenta, bastante tuvieron con trabajar de sol a sol hasta quedar completamente exhaustos, para poder darnos de comer dignamente a mis seis hermanos y a mí, y enviarnos a la escuela decentemente aseados, a que consiguiéramos el “Certificado de Estudios Primarios,” con el que poder ganarnos después el sustento.
Por consiguiente, al no poder permitirse gastos superfluos (a veces hasta la comida era artículo de lujo), en mi casa no hubo nunca ni un sólo libro que poder echarme a los ojos.
Por lo que, falto de libros que alumbraran mi camino y de golosinas que saciaran mi apetito, tuve que buscarme la vida desde bien pequeñito para poder tener todo aquello que no era considerado necesario: chocolatinas, tortas, pasteles, canicas, trompas, pelotas, balones, pistones, pistolas de agua, caretas, álbumes de cromos y los consabidos indios.
En la escuela, mientras mi caro Don Emilio ojeaba el periódico, fumándose con deleite el cigarro “caldo” que previamente se había liado, yo montaba mi particular tómbola en la que rifaba un indio, un soldado, una jirafa, un león o cualesquiera otra cosa que me hubieran “echado” los Reyes Magos, escribiendo en pequeños trozos de papel de cuaderno cuadriculado “repita la suerte” o “vale por un indio”, “vale por un soldado”..., que los demás niños adquirían previo pago de una pintura, una goma de borrar, un sacapuntas, un lapicero... Huelga decir, que por cada trozo de papel con premio, había cincuenta sin él, por lo que el negocio estaba asegurado. Cuando terminaba la clase y salíamos al Paseo, me dedicaba a ganarles a los demás niños los cromos o las canicas (según fuera la época), para vendérselas después a diez a la peseta, y poder sufragarme así los gastos superfluos.
Cuando fui un poco más mozo, recorría una y otra vez los vertederos y descampados de la ciudad, en busca de trapos, cartones, sacos de cemento, hierro, plomo o cobre, que poder venderles después a los señores Gregorio “el trapero”, o Fructuoso “el chatarrero.” Y he de confesar, sin que salga de aquí, que en aquél tiempo peligraban hasta los gigantescos rollos de cable que los telefonistas y los electricistas dejaban tirados por cualquier sitio mientras trabajaban, porque el cobre era lo más cotizado de todo.
En verano era mi querido río Najerilla el que me proporcionaba el sustento, poniendo a disposición de mis hábiles manos, cantidades ingentes de cangrejos, truchas, barbos, loinas, bobas y zarpeños, que por un módico precio les vendía a los taxistas, practicantes, comerciantes y camareros.
Pero no todo eran negocios en mi todavía corta vida. De hecho, he de confesar que era mínimo el tiempo que yo dedicaba a estos menesteres, ya que casi todo el día me lo pasaba jugando en el Paseo o en la Plaza de España, según fuera horario escolar o de paseo, a la ía de correr atados, al burro, a la trompa, a la soga, a la lima, al cantillo, al marro, al maríasuberén, al tres navíos, a las canicas, a los cromos, al encuentro o al pañuelo. Además de disputar interminables partidos de fútbol con balones de plástico que con el chicle conseguíamos; saltar a la pértiga, haciendo la “cuca” (cayéndonos al agua vestidos), los anchurosos ríos, o andar, cual si fuéramos auténticos monos, por las ramas de los centenarios Plátanos del Paseo. Incluso en la mismísima escuela, en plena clase, estábamos mucho más atentos a los juegos de las rayas, los cuadrados, las palabras o los barcos, que a escondidas practicábamos en nuestros cuadernos infamemente garabateados, que a lo que mi caro Don Emilio nos explicaba sobre “David y Goliat”, el “adjetivo y el verbo”, el “peso y la medida”, los “Reyes Católicos” o los “Godos y los Visigodos.” En esa asilvestrada y maravillosa época de mi vida, todo fueron juegos.
Pero como todo lo que se hace en la vida tiene sus consecuencias y su precio (nadie la abandona sin haber pagado totalmente sus deudas), la ausencia total de libros en mi casa, unida a la nula atención que en la escuela presté a las enseñanzas, hicieron que me presentara en plena juventud siendo un auténtico analfabeto. Ahora mismo, mientras escribo gustoso estas líneas que mi amiga Gloria me pidió que escribiera, no puedo explicarme cómo pudieron darme el “Certificado de Estudios Primarios”, con las bajísimas notas que en mi cartilla rezan en todas y cada una de las materias.
He de decir, empero, obligado estoy a ello, que vale la pena padecer esta adversidad (de aprender siempre hay tiempo) si a cambio has tenido el privilegio de vivir en libertad una infancia feliz, en una idílica ciudad plagada de riachuelos, manantiales, fuentes, jardines, alamedas, rosaledas, choperas, pequeños senderos de tierra y un caudaloso río truchero, en la que ningún niño reparó jamás en si era rico, pobre, listo, torpe, alto, bajo, gordo, flaco, guapo o feo. ¡El exterior para nosotros fue siempre lo de menos!
Hoy, nuestros hijos tienen un montón de libros de diversos autores en sus casas, además de ordenadores que contienen completísimas enciclopedias en las que poder aprender hasta la saciedad, y pueden, si quieren, porque así lo permiten los nuevos tiempos, cursar estudios y permitirse ciertos “vicios”, sin tener que pagar precio alguno por ello. Y sin embargo, no son ni libres ni felices.
Viven cautivos de las volubles y hueras modas y del tiránico culto al cuerpo, indiferentes a los maravillosos milagros que la naturaleza nos ofrece en todo tiempo. Todos, sin excepción, a nada que se pararan a mirar a su alrededor podrían disfrutar a diario de ellos, y sabrían así, por ejemplo, del sublime placer de tumbarse plácidamente en las riberas del río Najerilla, o en las de cualesquier otro río, a oír crecer la yerba, ajenos a si su perecedero exterior es una maravilla o un adefesio.
ARTÍCULO PUBLICADO EN LA REVISTA DE ACAB.