Y no abandonamos el Paseo, porque estos dos
juegos sobre los que escribiré a continuación se practicaban en él, junto con
otros muchos, casi siempre en el recreo. Al hinque podía jugarse con todo tipo
de objetos punzantes: ramas, palos, agujas de punto, radios de bici…, pero
nosotros lo hacíamos siempre con las limas desgastadas que tiraban nuestros
bravos carpinteros, como decía la copla de Roberto. Este juego era muy parecido
al del Cantillo. Hacíamos un cuadrado -o rectángulo, como más le guste al lector
-en la tierra del Paseo, y lo dividíamos en seis casillas bien grandecitas, en
las que teníamos que ir clavando y desclavando la lima, hasta llegar de nuevo a
la salida. Si lo conseguías, pasabas al dos, luego al tres y así sucesivamente,
hasta hacerte “reguleta/ reguleta/ en el seis”/. El juego acababa cuando alguno
de nosotros había conseguido dibujar las seis reguletas en las casillas, y no
recuerdo muy bien si lo comenzábamos dibujando un aspa pequeña en la tierra, en
la que íbamos clavando la lima en sus vértices hasta acabar haciéndolo en el
centro, o éste era en sí otro juego diferente. Seguro que muchos de los de mi
generación lo saben -ya me lo aclararan-, y es obligado decir que era un juego
muy peligrosos, porque de vez en cuando la lima se clavaba en la inocente
pierna de alguno de nosotros. Había también otra modalidad que consistía en ir
comiéndole el terreno al compañero de juego. El Cero era un juego al que podían
jugar todos cuantos quisieran y, tras donar, casi todos los juegos comenzaban
así, el de la “aceituna” se postraba apoyando los brazos sobre las piernas,
tocando con el pie izquierdo la pronunciada raya que con anterioridad habíamos
hecho en el suelo, e iba dando un paso cada vez que todos los que jugábamos
habíamos saltado por encima de él. Si no jugaba Pedro -era capaz de saltar
cinco metros de cero- enseguida saltábamos de uno -hablamos de pasos-, de dos,
de tres… tantos como metros se fuera alejando de la raya quien la quedaba.
Cuando alguno de nosotros no conseguía hacerlo de los pasos que había cantado
el que saltaba el primero, se ponía de burro, liberando a quien la había
quedado primero. Este juego no hemos llegado a terminarlo -si es que tiene fin-
jamás, ya que cuando mejor estábamos sonaba el antipático timbre del colegio
-¿o era el pito de don Emilio?-, recordándonos que había terminado el recreo.