El
Marro.
Para jugar al marro,
nos colocábamos dos de nosotros a unos metros de distancia e íbamos
acercándonos, paso a paso, juntando nuestros zapatos, hasta montar el del
contrario y poder elegir al jugador más escurridizo. Posteriormente, el que había perdido hacía lo propio, y
vuelta a empezar hasta que no quedaba ningún jugador que elegir. En este juego
no había límites: todos los que estábamos jugábamos. Una vez conformados los
dos equipos, elegíamos banco -en la Plaza de España- y comenzábamos el juego,
que consistía en salir de tu banco a la captura del que había salido del suyo,
teniendo ventaja quien había salido el último. Era como una guerra de misiles:
lanzado uno, se lanzaban todos a la caza de todos. A los que íbamos cogiendo
los colocábamos en cadena agarrados de
las manos, siempre tocando nuestro banco, ya que de lo contrario no podían
darles mano. Cuando solo quedaba un contrario, éste salía de su banco pitando y
se iba por las callejuelas del casco antiguo para aparecer por el Juzgado o por
la lechería del señor Urbano, si el banco contrario era el de la Relojería
Azofra, o por las Calles Mayor o Cantarranas, si lo era el de la Carnicería
Sofi, e intentar burlar nuestra vigilancia y dar mano, librando así a todos sus
compañeros sin ser atrapado. Nada más abandonar su banco -ya estaba en
desventaja-, salíamos detrás de él seis o siete de nosotros a darle caza,
mientras los demás se quedaban vigilando atentamente la gran cadena humana para
que no les diera mano. Si quien había quedado el último era el “Traperín”, la
teníamos todos clara -siempre nos la clavaba, el traidor-, se metía en su casa,
en la calle el Hórreo, a comerse el bocadillo de tortilla que su madre, la
señora Victoria, le había preparado para cenar, y hasta que no se lo zampaba,
no aparecía por ningún lugar. Huelga decir que entre tanto, todos los demás
estábamos desesperados: unos esperando que les diera mano, y otros deseando
cazarlo. Cuando aparecía, se hacía el fatigado, cual si hubiese estado corriendo
delante de los contrarios por todos los barrios. Si burlaba la vigilancia y
daba mano, sus compañeros no le decían nada, pero si no era así, le echaban unas broncas de espanto. El juego
concluía cuando un equipo lograba atrapar a todos los componentes del otro.
El
Encuentro.
El encuentro comenzaba con aquello de “chúpamela” o “córtamela”, que
cualquiera de nosotros decía tras escupir en el suelo para donar: una, dos,
tres, cuatro… ¡basta!, cinco, seis…, hasta veintiuna aceituna, que era quien la quedaba quien la quedaba y
tenía que ir bordeando la Plaza de España, en dirección contraria a los demás,
para al llegar a su altura intentar darle caza a uno de ellos -era muy parecido
a la “ía de correr”-. Cuando cogía a uno, éste se unía a él, agarrado de la
mano, y así sucesivamente hasta no quedar ninguno con el que poderte cruzar
-era obligatorio- en tu camino. Cuando la quedaban ya nueve o diez, este juego
era apoteósico, ya que, además de ser estrecha la calle, lo que hacía que no
pudieran caminar cómodamente, estaban las columnas de hierro de la balconada de
la Falange y los bancos y árboles de la Plaza, para poder burlarlos haciendo
piruetas por los aires, terminando, casi siempre, todos ellos por los suelos al
intentar cogerte. Poquitos juegos alcanzaban un momento tan apasionante como el
de encontrarte con una presa o cadena humana de quince o veinte críos y lograr
burlarla sin que pudieran cazarte. Este juego -como casi todos- terminaba
cuando el que la quedaba había cogido a todos los demás -cosa harto difícil por
lo ya explicado-, y se llamaba encuentro por aquello de ir unos por cada lado
de la Plaza hasta encontrarse, como también ha quedado reflejado.