Las comedias.
Sin que ninguno de nosotros supiera de dónde venían ni
cómo lo hacían, todos los veranos aparecían súbita y fugazmente los
“comediantes” en nuestra ciudad, dispuestos a hacernos pasar unas horas
increíblemente hermosas, contemplando embelesados la función que, bajo un cielo
repleto de rutilantes estrellas, representaban gratuitamente para nosotros en la Plaza de España. Llegaban
por la tarde y, mientras nosotros jugábamos al marro o a la ía, ellos colocaban
desgastadas colchas en los pilares de hierro que sujetaban la terraza de La Falange , atándolas con
cuerdas arriba y abajo, para poner a continuación unos toldos (¿o eran mantas?)
en los laterales, haciendo así de la carretera un improvisado camerino donde
cambiarse a la hora de la actuación, sin que su intimidad fuera violada por
alguna lasciva mirada. Después de cenar, a las diez de la noche,
aproximadamente, la Plaza
se llenaba totalmente de sillas de anea que los mayores habían llevado de sus
casas para ver más cómodos las “comedias”, mientras nosotros, sin ningún pudor,
nos colocábamos sentados en el suelo delante de ellos, invadiendo claramente el
espacio reservado para los artistas, porque todos queríamos ver de cerca los
vuelos del vestido de nuestra querida chica -ya le habíamos echado el ojo por la
tarde- que, al bailar dando vueltas, nos mostrarían generosamente sus bragas, y
las mallas que bajo una especie de traje de baño llevaba por medias, dejando al
descubierto unas magníficas piernas. Cuando andábamos todos a hostia limpia ya
-¡a ver quién cedía ante semejantes perspectivas!-, aparecía el padre de la
chica y, micrófono en mano, nos anunciaba en qué iban a consistir las
“comedias”: Chistes, canciones, bailes, contorsionismo, juegos de cartas y
malabares…, dando comienzo a la función con un pasodoble interpretado por su
mujer y su hija, acompañadas al acordeón por el abuelo de la familia. En el
descanso, con una sonrisa que iluminaba toda la plaza, madre e hija vendían
boletos para una rifa, en la que el afortunado -siempre eran los hombres quienes
los compraban- se llevaría una botella de brandy 501, o una de anís El Mono, o
una caja de farias, o cualquiera otra bagatela. Durante la venta, que a
nosotros se nos hacía eterna, ambas dos repetían: “Venga, señores, que nos
quedan muy pocos ya -nosotros veíamos miles todavía-. “Compren, compren, que se
acaban”. Y así hasta que los vendían todos de verdad, y una mano inocente,
elegida de entre el numeroso público, le alegraba la noche al afortunado.
Después, concluido el ritual de la rifa, del cual hay que señalar sin más
tardanza, dependía la subsistencia de la familia, volvía a repetirse lo de la
primera parte: Chiste, bailes, juegos…, hasta que, a punto de dar las doce en
el reloj de la torre de Santa María La
Real , los comediantes daban por finalizado el espectáculo,
cometiendo la gran torpeza de anunciar
que iban a pasar la bandeja; revelación ésta, que hacía que los mayores
salieran de estampida de la plaza, con las sillas a cuestas. Después, mientras
los najerinos íbamos retirándonos a nuestras casas más contentos que “chupín”,
los comediantes, visiblemente enfadados por nuestra tacañería, desataban y descolgaban aceleradamente las colchas de
la terraza de la Falange
y, como por arte de magia, una vez recogido todo, desaparecían de nuestras
vidas, dejando la plaza totalmente vacía. Cuando estos nómadas -saltimbanquis,
los llamábamos- dejaron de venir, hicieron su aparición en nuestra ciudad “los
de la cabra”: Una familia de quinquis que, a golpe de trompeta hacían que una
escuálida cabra subiera y bajara por una escalera de tijera, realizando toda
suerte de equilibrios en lo alto de ella, mientras una niña descalza pasaba el
plato entre la concurrencia. Hoy, después de un montón de años de lo aquí
relatado, cuando al ir a repartir el correo tengo el privilegio de encontrarme
con una pareja joven -seguramente gitanos-, que ameniza de cuando en cuando
nuestras calles con un oreganillo transportado en un carro, mi corazón rebosa
de felicidad y me siento el hombre más afortunado. ¡Benditos sean por siempre,
pues, saltimbanquis, quinquis y gitanos!