Hacer
picia.
Aunque para algunas
cosas no nos hacía falta la ayuda de nadie -sobre todo si se trataba de no
pegar golpe-, lo cierto es que fue con la llegada de los “fuleros” -Juan y
Pedro- y de “pezeta” -Juan-, que habían sido escolarizados en nuestro colegio
por haber venido sus familias a nuestra ciudad a trabajar en la “Helma”,
empresa dedicada a construir los canales del Najerilla y otras obras
importantes, cuando muchos de nosotros comenzamos a hacer pifia -faltar a
clase-, un día sí y otro también, en las soleadas y perfumadas tardes
primaverales. A estos entrañables y recordados compañeros venidos de Andalucía
-de ahí lo de fuleros y peseta-, no se les ponía nada por delante -eran más
valientes que el Cid-, y a los pocos días de llegar, ganada ya totalmente
nuestra amistad merced a su gracejo, comenzamos a planear lo que llevaríamos a
cabo más tarde. La cosa comenzó con aquello de: “A que no hay cojone…”, y como
cojones, con ese, sobraban, sin terminar la frase ya estábamos todos buscando
tréboles de cuatro hojas en la Fuente de la Estacada, para que nos dieran buena
suerte. Las actividades que llevábamos a cabo durante las horas de pifia
-también llamada “escapa”- dependían en gran medida de la bondad de las tardes:
si estaban fresquitas, nos íbamos por ahí, sin rumbo fijo, a recorrer las
huertas, las choperas, las alamedas y los arrabales. Si por el contrario hacía
calor, nuestro destino estaba claro: darnos largos y refrescantes baños en el
Pozo del Gobierno, en la Subida y la Bajada y en la Pirámide, disfrutando en
toda su plenitud de nuestro bienamado Najerilla, porque a esas horas y en esas
fechas por allí no había nadie. Cuando nos sacudíamos del cuerpo la galbana,
cosa que ocurría muy de tarde en tarde, nos íbamos al Castillo, a Malpica y a
la Calavera, a coger cazueletas -aunque ya no era temporada-, a jugar a los
indios, a jodernos los pantalones tirándonos de culo por los patinetes que
hacíamos con agua en las pendientes, o a montar en burro -de vez en cuando
había alguno por allí pastando- si teníamos suerte. Y así, holgazaneando y
retozando vivíamos unos cuantos de nosotros la primavera plácidamente; y entre
paseos, siestas, juegos y baños, íbamos aprendiendo triquiñuelas y maldades, y
desechando de nuestras ya despejadas mentes, creencias banales como la de que
toda mujer que llevaba una venda en el tobillo estaba con el mes de las flores.
Pero como todo lo hermoso es efímero, y la alegría dura muy poco en la casa del
pobre, el hacer pifia se nos acabó -hay amores que matan- por lo mucho que nos
quería el maestro, que, preocupado por nuestras continuadas ausencias, dio
cuenta de ellas a nuestros padres, quienes, además de darnos cuatro golpes bien
dados, terminaron de un plumazo -cintazo sería más correcto decir- con nuestras
soleadas y perfumadas tardes primaverales. Y ya que les he hablado a ustedes de
andaluces y de la “Helma”, creo de obligado cumplimiento decirles que muchas de
las familias que vinieron a trabajar aquí en aquel entonces, se quedaron a
vivir entre nosotros para siempre, a diferencia de lo que ocurriera años más
tarde con la “Coviles”. Aunque esa es otra historia y merece capítulo aparte.