Unos meses antes, recién
comenzado el verano, todos los niños de Nájera nos dirigíamos al descampado que
había en el aparcamiento de San Fernando, donde hoy está la Estación de
Autobuses, a montarnos en los camiones que los conductores, para honrar a San
Cristóbal, su Patrón, habían engalanado con docenas de ramilletes de flores de
diversas especies. Había también un montón de coches, igualmente engalanados,
pero esos no nos llamaban tanto la atención. Esto era una aventura increíble
para nosotros, y no sólo por aquello de poder montarnos en un camión -un sueño
totalmente inalcanzable fuera de esta celebración-, sino porque salíamos de lo
que considerábamos pueblo, y lo hacíamos además, cual si fuera la mejor y más
cara excursión. A pesar de que había muchos, como ha quedado dicho
anteriormente, todos nosotros nos poníamos morados a golpes a la hora de
elegir, por querer “pillar” el mismo del año anterior, porque a fuerza de
montarte en unos y en otros, ya sabías el recorrido de cada uno de ellos, y
elegías el que lo hacía más largo. Yo siempre me montaba en el de Cerámicas
Cordón, que tenía la fábrica en el quinto pino -era la Tejera actual- y le
costaba llegar un montón. Sin terminar de darles Don Manuel la bendición con el
agua bendita, nos subíamos a todo meter en el que habíamos elegido y, sin
esperar siquiera a sentarnos, nos poníamos a cantar a porfía aquello de: “Para
ser conductor de primera/, de primera/, de primera/, para ser conductor de
primera/, hace falta ser buen bebedor/. Con el vino se engrasan las ruedas/, ay
las ruedas/, ay las ruedas/, con el vino se engrasan las ruedas/ y se suben las
cuestas mejor…”, hasta que acaba la excursión. Cuando regresábamos donde habían
estado aparcados, ninguno de nosotros se quería bajar del camión, porque todos
sabíamos de sobra, que hasta el año siguiente se había acabado la función.
Actualmente, para alborozo mío, mi quinto y amigo Félix García y sus hermanos,
aunque en modo alguno como entonces, han revivido la tradición.