Al igual que mi bienamado río Najerilla, el Paseo significó tanto para nosotros, que escribir sobre él me produce más dolor que placer, por lo que en nuestros tiempos fue y representó y por lo que ahora mismo es y representa. En la época de la que les hablo, el Paseo lo conformaban interminables hileras de “plataneros” (en realidad se llaman plátanos), dos de ellas a los lados y una en el centro, flanqueadas por árboles gigantescos y centenarios, en la parte de abajo, del Camping El Ruedo hasta la estatua de San Fernando, y por frondosas choperas en la parte de arriba, del Camping hasta el conocido como Molino de San Julián, donde se juntaba con feraces huertas, flanqueadas también por frondosas choperas. Sólo el riachuelo conocido como “muelo”, separaba al uno de las otras. La plantación, a pesar de lo que hoy puedan pensar algunos iluminados, estaba hecha de una forma tan sabia, que en los calurosos meses de primavera y verano disfrutábamos de una umbría deliciosa, y en los fríos meses de otoño e invierno gozábamos del reconfortante calorcillo que los divinos rayos de sol que por él penetraban nos proporcionaba, gracias a que tanto las frondosas choperas como los gigantescos y centenarios árboles que lo flanqueaban eran de hoja caduca, para que este milagro en cada estación se produjera.
Hoy, desgraciadamente, lo que de él queda es una triste y grotesca caricatura, y mucho me temo, que en muy poquito tiempo, si alguien no lo remedia, nuestros nietos tendrán que recurrir a las hemerotecas para tener sobre él alguna referencia.
Pero volviendo al relato, que es lo que de verdad importa, como ya les conté a ustedes en “recuerdos de infancia”, desde muy chiquiticos acudíamos a él a jugar, a bailar, a pasear, a dar las vueltas, a vivir los recreos... Después, cuando fuimos más mozos (aún le robábamos las rosas más hermosas a mi caro Don Emilio, para dárselas a las chicas como prenda de amor, mientras les estampábamos un largo y apasionado beso en la boca), sobre todo en verano, pasábamos horas y horas sentados en alguno de sus bancos, contemplando a las chicas que por él paseaban bajo la luz de la luna (las bombillas de las farolas estaban siempre rotas), mientras nos metíamos entre pecho y espalda un montón de bolsas de pipas Facundo, sin que nos importara ni mucho ni poco que el toro se hubiese ido de este mundo sin probarlas.
Los domingos y festivos, antes de entrar a bailar al San Fernando, a pleno sol, subíamos y bajábamos por él cantidad de veces, luciendo nuestros cuerpazos toreros, con la intención más que clara de ligarnos a alguna de las muchas jovencitas que, al igual que nosotros, paseando y disimulando, querían conocer (elegir sería más correcto decir) a la luz del día, a quien iba a estar con ellas durante más de dos horas, bailando bien arrimaditos en la penumbra de la sala, hasta que la estruendosa música de “suelto” y las delatadoras luces que anunciaban el final, de las nubes los bajara.
A veces, queriendo emular a “Tarzán”, nuestro héroe de la infancia, intentábamos recorrernos todo el Paseo por lo alto, sin pisar el suelo, pasando de plátano a plátano por las ramas. Huelga decirles a ustedes, que a pesar de los muchos que había y de lo juntas que tenían sus ramas (estaban casi emparradas), nunca conseguíamos la hazaña. No obstante, por aquello de la terquedad que esa bendita edad lleva aparejada, buscábamos una rama delgada y consistente cerca de algún banco, y nos dedicábamos, lanzándonos (desde el banco, se entiende) por los aires para asirla, a columpiarnos y... a rompernos la muñeca, el brazo o una pierna.
En alguna ocasión (esto que no salga de aquí, ¿eh?), cuando ya había anochecido y estábamos hartos de hacer el zángano, saltábamos la valla de la piscina y, en pelota picada, nos dábamos luengos y refrescantes baños bajo la luz de la luna, tirándonos del trampolín haciendo en el aire toda suerte de piruetas. Esta hermosa aventura, empero, duró muy poco tiempo, porque algunos energúmenos (en todo tiempo los hubo) que nos vieron u oyeron, entraron un par de noches a la envidia cochina, y lo dejaron todo cual si hubiera pasado por allí el caballo de Atila, por lo que, a partir de aquellas noches fatídicas, siempre estuvieron vigilándola los policías. Una tarde de sábado o domingo, no lo recuerdo muy bien ahora mismo, cuando más personal había en el paseo, tras desnudarnos tranquilamente en la estatua de San Fernando, y dejar bien colocadita la ropa alrededor de las cadenas, ante la estupefacta mirada de la gente, celebramos una carrera en calzoncillos que terminó, como era de esperar, cogiendo nuestras ropas como pudimos, y saliendo pitando cada cual por un sitio, porque alguna persona mayor había llamado a la policía. Ya saben ustedes, que para estas personas, ser joven es una ironía.
De los escarceos amorosos que en él y en sus frondosas choperas vivimos, para no repetirnos, ya les hablaré a ustedes en otros relatos. Baste decirles por ahora, que en nuestra ciudad siempre se dijo, que los Plátanos del Paseo están todos torcidos de tanto remar (o empujar, como ustedes quieran) sobre ellos las parejas.
Fueron tantas y tan hermosas las cosas que en él vivimos (desgraciadamente hoy se vive de espaldas a él), que podría escribir un inmenso libro, y aún no le haría justicia.
Ahora mismo, cuando estoy clasificando el correo y por casualidad suena en mi pequeño transistor alguna canción de los Beatles (esta música estaba íntimamente ligada a él), siento irrefrenables deseos de salir de mi casa corriendo, al encuentro de amigos que me esperan en el Paseo. Amigos a los que he querido con toda mi alma (alguno de ellos ya ha muerto), y que sin embargo, a pesar de estar con ellos durante años, jamás me atreví a decírselo. Amigos de los que no disfruté en toda su plenitud, porque nunca fui el protagonista de aquellas maravillosas vivencias, sino un simple testigo. Amigos a los que nunca abracé, por más que hacerlo hubiese querido. Amigos con los que compartí muy poca cosa, a pesar de creer que lo compartí todo. Amigos, en fin, que nunca sabrán cuánto los quise y los quiero. Cuánto los recuerdo y añoro, riendo y llorando con ellos, en mi más íntimo y sagrado silencio. Daría gustoso mi vida por volver a estar con ellos, aunque sólo fuera un momento, para abrazarlos, besarlos y confesarles a la cara, estos hermosos y dolorosos sentimientos.