Colecciones
de cromos.
Las colecciones de
cromos eran en aquellos años como una plaga: sin terminar de hacer una ya
habían salido tres o cuatro nuevas a la venta. Y eso que a nosotros no se nos
daban tantas facilidades como a los niños de ahora, que pueden pedir a la casa,
mediante pago de equis euros, los veinte o treinta que les falten para
completarla. Antes teníamos que terminarlas
a puro huevo: cambiando, buscando,
rogando, robando y quedándote sin paga antes de dártela. Los domingos por la
mañana, nada más recibir de nuestros padres la peseta del uno, que era lo que
teníamos estipulado de paga, nos dirigíamos en tropel a las librerías de
Izquierdo y de Gascón -cambiábamos de librería por ver si así conseguíamos los
que nos faltaban- y, mucho antes de comenzar la obligada misa, ya estábamos
todos jurando en arameo porque nos habían salido todos los cromos repetidos y
nos habíamos quedado sin la preciada paga. La algazara que se preparaba
entonces era increíble: todos acudíamos atropelladamente a ver si conseguíamos
al menos uno de los que nos faltaban -ésos que la puñetera y desalmada casa
nunca sacaba a la venta para que te desanimaras y cambiaras de colección antes
de terminarla-, rogando unos: cámbiamelo a mí”, cámbiamelo a mi”, y espetando
otros: “tú te jodes, que yo a ti no te cambio nada”. Total que, jodido y
apaleado, como dice el dicho popular, te dirigías a la Parroquia de Santa Cruz
a ver qué cura estaba diciendo la misa, para que cuando te preguntara tu madre
en casa -si no ibas a misa no había paga-, y te ibas a cualquier banco de la
Plaza de España, con los bolsillos del pantaloncito corto a punto de estallar
de la cantidad de cromos que portaban, a confeccionar la lista que llevarías
siempre encima, cual si fuera la cosa más sagrada. Cuando estábamos en la
escuela, en lugar de interesarnos por quién vendió su reino por un plato de
lentejas, que a decir verdad no nos iba a servir de nada, nos dedicábamos a
tachar números de nuestras listas, a base de darles diez, quince y hasta veinte
cromos por uno a los típicos chamas. Cuando llegábamos a casa, preparábamos el
engrudo con la harina y el agua y, después de haberle puesto la cocina como un
cristo a nuestras madres del alma, nos poníamos a pegar acelerada y torpemente
nuestros adorados cromos en el grasiento y manoseado álbum, para irnos llenos
de satisfacción a la cama. Las colecciones, como todo en aquella época, eran
unas para niños y otras para niñas, y, normalmente, estaban relacionadas con
las últimas películas que se proyectaban en nuestras salas. Así, por ejemplo,
ellas hacían la de “Sisí Emperatriz” mientras nosotros hacíamos la de
“Rintintín” -no recuerdo si se escribía así-, donde el Cabo Rusti, con el
pastor alemán que le daba nombre a la colección y a la película, mantenía
limpias de indios salvajes y desalmados las “impolutas” colonias americanas. De
este modo, los niños llegábamos a tener en nuestras casas las colecciones de
“Grandes Jefes”, donde venían todas las tribus indias: sioux, navajos,
cherokis, mohicanos, semínolas, comanches, apaches… “Rintintin” -o como quiera
que se escriba-, anteriormente nombrada, que iba de los tantas veces aplaudidos
y vitoreados por todos nosotros en la penumbra del cine soldados americanos;
“La conquista del Oeste”; “55 días en Pekín”; “Ben-Hur”; “Los diez
Mandamientos”; “La vida es una tómbola” y todas las marisoladas, además de las
que hacíamos poniéndonos morados de chocolate, como por ejemplo, el “Loyola”,
que era el que yo compraba y tenía cuatro o cinco diferentes de la Historia
Sagrada. Y antes de que algún avispado lector se apresure a decir que me he dejado
alguna, me dispongo a concluir el artículo confesándoles abiertamente que, por
diferentes razones, entre ellas la de no
darles a ustedes más la lata, han sido omitidas muchas; y alguna de ellas, me consta, muy digna de ser
aquí citada.