Tocar
pared.
Este juego lo
practicábamos casi siempre en el refectorio de Santa María La Real, por ser el
lugar más emocionante que existía en Nájera para hacerlo. Allí, además de estar
en un recinto cerrado muy grande, protegido de todas las adversidades climatológicas,
los balonazos retumbaban de tal forma, que por débil que fueras, parecías al
chutar Paco Gento. Los balones empleados para ello eran casi siempre de los de
plástico que conseguíamos con la colección de chicles “Cosmos”, gracias a la
bondad infinita de la Leo, que me dejaba elegir entre los cien chicles que
traía la caja, los cinco astronautas que a los demás no les salían nunca. En el
envoltorio de estos chicles, que eran negros, toda una novedad para nosotros,
venía dibujada la cabeza de un astronauta, con las dos orejas negras en noventa
y cinco de ellos, y una negra y otra blanca en los cinco restantes; en eso los
distinguía yo después de mascar toneladas de ellos sin conseguir ningún premio.
-Que Dios te premie a ti, querida y recordada Leo, y te ofrezca los frutos más
excelsos del árbol del cielo-. Volviendo de nuevo al juego, como su propio
nombre indica, consistía en tocar la pared del frontis -el refectorio fue
siempre utilizado por nosotros como frontón- con el balón, dándole siempre con
las piernas. Nos poníamos en el centro del refectorio quince o veinte jugadores
de primera división y, tras chutar con toda su fuerza quien tenía el balón,
tenías que intentar que éste no te dejara atrás y te fuera imposible mandarlo
de una patada a tocar pared; si esto ocurría, habías hecho mala y tenías que
esperar a que el resto de la chiquillería la fallara también. El cisco que
armábamos era cojonudo. Imagínese usted, amable lector, a un batallón de
mozalbetes asilvestrados chillando y jurando en arameo -nadie se quería salir
el primero-, y todo ello multiplicado por diez, porque el refectorio tenía eco.
Yo mismo, al escribir esto, no puedo entender cómo nos lo podían consentir los
frailes, teniéndolos justo encima de nosotros. Quizá sea así como se gana uno
el cielo.
Dura,
madura, ponte dura.
Por aquellos años en
nuestra ciudad, había obras por doquier, y, consiguientemente, montones de
arena en los que toda la chiquillería pasábamos horas jugando, entre otras
cosas, al “dura, madura, ponte dura”, que consistía en coger un montón de arena
cada uno y, tras hacer con él una montaña grande, comenzar a darle golpes con
las palmas de las manos hasta dejarla consistente y dura, cantando sin cesar el
título del juego. Los más cabrones, entre los que me incluyo -para que vean
ustedes que soy imparcial en mis relatos-, antes de que llegaran los demás
hacíamos hoyos profundos en el montón de arena y, tras llenarlos de agua, los tapábamos
cuidadosamente con tiras de chapa que tiraban las carpinterías y papel de los
sacos de cemento o de embalar, echándoles una capa fina de arena que lo
cubriera todo para que no se notara la trampa que les habíamos preparado -rima mucho
mejor “ao”, ¿verdad?-, y cuando llegaban los pobres infelices presumiendo de
ser los primeros en conquistar la montaña de arena, caían en la trampa
poniéndose como un cristo, y nosotros, mientras ellos nos mentaban a todos
nuestros familiares, nos descojonábamos de risa tumbados en el suelo.