El
juego de la Trus.
Como iremos comprobando
a lo largo de diferentes artículos -para qué nos vamos a engañar-, a la escuela
íbamos a todo menos a estudiar; y tanto en horas de clase como en el recreo, no
parábamos de poner en práctica lo único que sabíamos hacer: jugar. El juego de
la “Trus” lo inventó mi compañero y amigo Javi Moreno -más conocido en nuestro
mundo como “Javitrus”-, y consistía en librar luengas y cruentas batallas entre
los ejércitos de uno y otro compañero de pupitre, hasta que uno de ellos se
hiciera con el castillo del otro, proclamándose vencedor de la encarnizada
batalla campal. Hasta aquí todo podría parecer normal; pero lo más gracioso de
todo -nunca supe cómo nos lo pudieron tolerar- es que jugábamos mientras don
Emilio explicaba la lección, y utilizábamos como marco de nuestras batallas el
mismísimo pupitre, hasta que fuimos totalmente incapaces de distinguir quiénes
eran los guerreros de uno y de otro, de lo chapuceramente garabateado que
estaba ya. Y lo peor de todo fue que este juego, que nació como un
entretenimiento suyo y mío, como dicho ha quedado ya, terminaron poniéndolo en
práctica todos los demás. Cuando nos fue imposible ya seguir jugando en los
pupitres, los bosques del mundo entero comenzaron a temblar, porque gastábamos
tantas hojas de cuaderno practicándolo, que las librerías todas se quedaron sin
material. Los dibujos, si así se les podía llamar, eran flamantes castillos
medievales desde los que las catapultas no cesaban de disparar terribles y
devastadoras bolas de fuego -cada disparo era una raya de bolígrafo sobre el
papel; imagínense ustedes qué cacao-, mientras la infantería se rompía los
cuernos -de los cascos, ¡cuidado!- a espadazo limpio, hasta dejar el campo de
batalla lleno de cuerpos descuartizados, y la hoja del cuaderno sin poder
trazar una raya más. Las batallas no eran silenciosas, como el lector pudiera
pensar, no; todas ellas iban acompañadas de los sonidos pertinentes, según
fuera el material con el que los bravos guerreros se pusieran a luchar, con lo
que el cisco que preparábamos no es para contar. Lo que no consigo entender
-aparte de que don Emilio nos permitiera esta temeridad- es por qué lo bautizo
Javi como “el juego de la Trus”, ya que ningún héroe de los nuestros se llamó
así jamás. Sea como fuere, lo cierto es que este apasionante juego destacó
sobre todos los demás. Y ya que viene a colación, les hablaré de algunos más de
los muchos que practicábamos en horas de clase, en lugar de estudiar.
Comprábamos todos cuadernos y libretas de papel cuadriculado y, en vez de
rompernos los cascos llenándolos de godos, visigodos, verbos, adverbios,
circunferencias, trapecios, cabos, golfos, judas, legionarios y demás,
jugábamos a marcar cada uno una rayita dentro de un gran cuadrado, hasta que al
no poder marcar más sin peligrar, uno de nosotros se tenía que mojar -a los que
lo dominábamos nunca nos cerraban más de seis- dejándole el camino expedito al
otro para que cerrara un montón de cuadraditos, dejándote a ti cuatro o cinco
nada más. Jugábamos mucho también al juego de las faltas, ese que ponías la
primera letra de una palabra que te habías inventado, y hacías tantos guiones
como letras tuviera, tanto en la palabra como debajo de ella, en las faltas,
que era las que podía fallar. Y, finalmente, para no aburrir al personal, nos
dedicábamos también, aunque en menor medida, a hundir barquitos que nada nos
habían hecho, y que estaban tan ricamente en la mar. ¡Que ya son ganas de
chinchar!