Pescar a caña.
Mucho antes de que un inesperado domingo de marzo se abriera la
veda de pesca, ya andábamos todos los niños de Nájera de cabeza preparando las
cañas, los plomos y los anzuelos para hacer los aparejos de lombriz, las
cucharillas con puntos rojos y negros que íbamos a dejar en el río mucho antes
de almorzar, los aparejos de moscas que no teníamos ni puñetera idea de manejar
-no sabíamos ni llenar la boya de agua-, y todos los utensilios de pesca que
ustedes puedan imaginar, incluido un bidoncito de laca o barniz donde meter las
lombrices que fuéramos cogiendo, con tierra bien cargada de posos de café para
que ese día no dejaran de bailar. La noche anterior al día de la verdad, nos
íbamos a dormir a casa de algún amigo -yo siempre me iba con Ramón Arenzana,
“el Cardenal”-, para, mucho antes de amanecer, sin que sonara el despertador
que en toda la noche no habíamos dejado de mirar, estar ya desayunados y marcharnos a todo meter a “pillar” el sitio
que el día anterior habíamos elegido para pescar. Cuando llegábamos al cascajo
-casi siempre comenzábamos en “La Playa”-, dejábamos todo precipitadamente en
el suelo y comenzábamos a armar las cañas intentando adivinar dónde iba cada
cosa, porque entre la vigilia de la noche y la oscuridad de la mañana, allí no
veíamos ni a jurar. Huelga decir que para cuando comenzábamos a pescar, ya se
habían puesto todos los pescadores a almorzar. Como pueden ustedes adivinar,
queridos lectores, entre que ya estaba todo el río trillado y que no teníamos
ni puñetera idea de pescar, si cogíamos alguna trucha -y eso que las había a
millares en esa época- era por pura casualidad. Pero en el fondo eso era lo que
menos nos preocupaba a nosotros, porque lo que nos gustaba de verdad -les juro
que era así-, aparte de la hermosa vivencia de la noche anterior, era el ir
metiéndonos en el río con las botas de pescar e ir sintiendo la presión que el
agua ejercía sobre éstas hasta llegar al final. Era tal la emoción que con esta
práctica sentíamos, que siempre nos tenían que salvar, porque se nos habían
llenado de agua las botas y el Najerilla nos quería llevar a Zaragoza a visitar
El Pilar. Después de rescatados, echábamos a correr a casa a cambiarnos de ropa
y con más moral que el Alcoyano, volvíamos al cascajo -esta vez sin botas- y
nos poníamos como si nada a almorzar. Y así solíamos vivir las primeras jornadas de pesca en
nuestra infancia: jurando en arameo por no saber cambiar de aparejos cuando los
dejabas, y acojonando con tus ahogamientos a todo el personal.