Los
bailes del Paseo.
Bailar en verano en el
Paseo era una de las costumbres más hermosas, inocentes e impolutas que jamás
hayan existido. Nada de cuanto aconteció en nuestra maravillosa infancia puede compararse
con aquella pueril forma de despertar a la vida bailando en el viejo quiosco
con tu chica preferida, en un ambiente impregnado del excelso aroma que
despedían huertas, choperas, azahares, rosaledas y lirios. ¡Jamás dejará de
vivir en mí este maravilloso recuerdo de las tardes veraniegas de domingo! El
baile comenzaba el segundo domingo de Mayo -después de las fiestas de Tricio- y
duraba todo el verano. Los niños bailaban en el espacio comprendido entre el
quiosco y el jardín existente unos metros más abajo. Nosotros, los pequeños
hombrecitos, lo hacíamos en la parte de arriba, frente donde actualmente está
el “Paseo 13”, después de pedirles baile a las dos chicas que con anterioridad
se habían puesto a bailar a modo de reclamo. La forma de bailar era de lo más
ingenua que imaginarse pueda: asidos por la cintura, con la separación
suficiente como para que pasara un tren entre nosotros, golpeábamos una y otra
vez un pie con el otro, hasta que concluía la pieza que magistralmente tocaba
para nosotros la Banda Municipal de Música. Podíamos estar toda la noche
bailando, sin salirnos ni un centímetro del espacio en el que habíamos
comenzado. Dependiendo de si guiabas tú o eras guiado, tenías que bailar con la
chica deseada o con la que te tocara en suerte, ya que siempre íbamos en pareja
a sacarlas a bailar y el que mandaba elegía. No obstante, siempre te las
ingeniabas -y se las ingeniaban- para bailar con la que te hacía “tilín”. En
los bancos existentes a ambos lados del Paseo, nuestros padres tomaban la fresca
mientras nos vigilaban de soslayo para que no se la liáramos, cosa que no les
servía de nada porque en cuanto se descuidaban un segundo, nos aventurábamos a
subir a la Fuente de La Estacada, en busca de un beso robado. Pocas veces lo
conseguíamos, pero por ello no dejábamos de intentarlo. Cuando la Banda
Municipal de Música hacía un descanso, nos dirigíamos raudos al bar que
Gregorio -el soriano- tenía detrás de las casas baratas, a tomarnos un sanitex
en aquel gigantesco mostrador de granito rojo y blanco, o donde la señora
Teria, a comprarnos un helado de aquel limón artesano que transportaba en un
singular carro. ¡Jamás volví a probar un helado de limón tan sabroso! Aunque
había también casetas de bebidas y chucherías, nosotros no las visitábamos por
ser muy pequeños para las unas, y muy mayorcitos para las otras. Lo que sí
visitábamos cada domingo en el descanso, era la tapia del Colegio San Fernando,
para robarle a Don Emilio sus adoradas rosas, y maquinar cómo conseguir favor
por tan valioso regalo. Los más mayores, los que iban en busca de novia,
aprovechaban a sacar a bailar a la chica que les gustaba en los pasodobles
-últimos toques de la noche-, para acompañarla a su casa una vez terminado el
baile. A finales de Mayo -creo que era el último domingo-, y hasta la víspera
de San Juan, cuando iba a finalizar el baile, la Banda tenía la hermosa
costumbre de tocarnos las “Vueltas”, para que fuéramos entrando en ambiente, y
entonces éramos todos: niños, padres y abuelos los que bailábamos en perfecta comunión
alrededor de los añosos plátanos. Cuando desapareció la Banda Municipal de
Música, el Ayuntamiento nos colocó en el quiosco a “Los Cuatro de la Torre”:
cuatro antiestéticos altavoces que emitían la música de los discos que desde
las casas baratas nos ponían para que bailáramos, pero no resultó. Todos
nosotros sabíamos que aquello era el principio del fin, y aunque seguimos
bailando un tiempo, la cosa feneció. Los más mayores se fueron a bailar a la
discoteca El Mono, y los demás, totalmente desconcertados, tuvimos que esperar
impotentes a tener la edad necesaria para hacerlo. En aquella maldita hora
murieron nuestra ingenuidad, nuestra pureza, nuestra inocencia y nuestros
sueños. Se difuminó súbitamente el paisaje;
se marchitaron las rosas, los lirios, los azahares; callaron para siempre los
amorosos ruiseñores; se esfumó la balsámica melodía del río, y la enamorada
luna perdió su impoluto brillo. ¡Todo se transformó en oscuridad y silencio!
¡Jamás volvería a ser lo que fue el Paseo!