Los
cojinetes.
Los cojinetes fueron en
nuestra niñez los Fórmula 1 con los que nos lanzábamos al porvenir de forma
temeraria por las cuestas de las calles Costanilla y Villa Pilar, alcanzando
velocidades que se nos antojaban astronómicas, por lo que al ir a tomar las curvas
o al pasar por las gigantescas alcantarillas, salíamos despedidos por los aires
cual hojas cual hojas agostadas en un vendaval, dejándonos todo el cuerpo lleno
de supurantes rasponazos. La fabricación de estos artilugios era relativamente
fácil, ya que por aquel entonces en casi todos los portales había carpinterías
que generosamente -no teníamos ni una puñetera perra- nos proporcionaban los
palos y tablas necesarias para montarlos, y en los talleres mecánicos nos
guardaban en una cajita todos los cojinetes usados, para que cuando fuéramos en
tropel a pedírselos no les diéramos el coñazo. -A mí siempre me los dio Rafael
Cañas-. Se colocaba un cojinete en el centro de un palo corto, que iría
delante, y otros dos en los extremos de un palo largo, que iría detrás, y se
unían con dos travesaños largos, clavados en forma de uve invertida,
clavándoles, después, una tabla ancha en la parte trasera, para que hiciera de
asiento, y un palo corto en la parte delantera, que hiciera de volante.
Después, se le clavaba un palo corto en el costado del travesaño derecho, para
que al girarlo hacia arriba, sirviera de freno -no frenaba nada, pero adornaba-
y se le ponían puntas a medio clavar a los cojinetes en los costados para que
no se corriesen al rodar. Por lo general, en cada cojinete íbamos dos chicos,
uno conduciendo y el otro empujando hasta que cogiera velocidad y pudiera
montarse en el palo de atrás, disfrutando así del viaje por igual. En teoría,
lo de empujar y conducir se hacía por turnos, pero lo cierto es que alguno de
nosotros no hicimos otra cosa que empujar. -Tiene cojinetes la cosa-. Esto era
así en llano y cuesta arriba; pero cuando se trataba de bajar cuestas, ya no
había normas. Todos los temerarios que quisieran podían subirse a él, a
sabiendas de que el castañazo iba a ser colosal. -¡Cuántas hostias nos hemos
dado!-. Curiosamente, aunque al leerse esto pudiera creerse lo contrario, los
cojinetes duraban muchísimo tiempo por más golpes que les diéramos, lo que me
hace pensar que nuestros generosos carpinteros de entonces, además de dárnoslo
gratis, nos daban su mejor material. ¡Benditos sean, por su generosidad!