Traperos
y chatarreros.
Las principales fuentes de financiación
que en aquellos años teníamos, provenían de las ventas que de trapos y chatarra
que les hacíamos a los señores Goyo, el trapero, y Fructuoso, el chatarrero.
Aunque he de confesarles a ustedes, inmediatamente, que con el señor Goyo,
padre de mi amigo Santi, “el traperín”, tuvimos muy poco trato porque enseguida
se retiró del oficio de trapero. Para ello, nos recorríamos a diario todas y
cada una de las calles, plazas y descampados de nuestra ciudad, en busca de
trapos, cobre, plomo, hierro, cartón, papel, sobre todo el de los sacos de
cemento, “cangrejo”, y todo aquello que pudiera reportarnos algún dinero. Lo
más cotizado de todo era el cobre -lo pagaban a precio de oro-, por lo que
todos nosotros, sin despreciar para nada los otros metales, andábamos detrás de
los electricistas y de los telefonistas, cual si fuéramos su sombra, a la
captura de los hilos de cobre que cuando trabajaban iban dejando generosamente
por el suelo. A veces, que Dios me perdone por ello, mangábamos rollos enteros
de cable, que, tras quemarlos para quitarles el plástico o la goma que llevaban
a modo de envoltorio, los convertíamos inmediatamente en dinero. Y menos mal
que eran muy exiguas nuestras fuerzas, y muy grande nuestro miedo, porque si
no, hubiesen peligrado incluso aquellos gigantescos rollos que los telefonistas
portaban en una especie de ruedas de madera, cuando iban colocando el cableado
por las fachadas del pueblo. Los lunes, y los días siguientes a los festivos,
como sabíamos dónde tiraban la basura los dueños de los bares, acudíamos allí,
bien de mañanita, a ver si encontrábamos alguna moneda entre los platillos,
(aquellos con los que confeccionábamos hermosas cortinas de verano, doblándolos
sobre unas cuerdas), y el serrín con el que habían barrido el suelo. En una
ocasión, recuerdo que me encontré un billete de veinticinco pesetas, en la
basura del Bar Antero, y me fui derechito, dando brincos de alegría, donde
Pedro “el alpargatero”, a comprarme las ansiadas sandalias de goma, aquellas
con las que nos metíamos al río -la verdad es que eran alternativas, porque las
llevábamos todo el día puestas-, que costaban justamente eso. Pero lo que nos
gustaba de verdad, lo que más nos atraía, era visitar el basurero, porque en
aquel enigmático, maloliente y humeante mundo de desperdicios, además de
conseguir muchísimas cosas valiosas para nosotros, siempre encontrábamos libros
y revistas de medicina, que mirábamos durante horas, con los ojos fuera de las
órbitas, esperando encontrar fotografías de mujeres desnudas, aunque para ello
tropezáramos, de cuando en cuando, con algunas espeluznantes, que reflejaban
diferentes enfermedades del cuerpo. Es verdaderamente increíble, amigos
lectores, comprobar cuando estoy escribiendo, sea del tema que sea, cómo nos ha
traído siempre a mal vivir, en cualquier época de nuestras vidas, el sexo.