El
pañuelo.
Siguiendo con los
juegos que en la escuela practicábamos, hoy les hablaré de uno que, a pesar de
su sencillez, era de los más apasionantes: el pañuelo. Para practicar este
juego se hacían dos bandos -me imagino que donando o montándonos los zapatos-
con el mismo número de jugadores cada uno -no podía haber ninguno de non-, y
nos numerábamos todos para que al gritar un número el que la quedaba -¡¡El
cinco!!-, que era quien sujetaba el pañuelo pisando una raya justo en el
centro, saliéramos pitando los dos que lo llevábamos, para ver quién se llevaba
el gato al río. Previamente, se contaban quince o veinte pasos y se marcaban
dos rayas en el suelo -delimitando las distancias-, una para cada equipo. Este
juego, como casi todos, consistía en ir eliminado a los jugadores del equipo
contrario, consiguiendo, para ello,
cogerle el pañuelo al que lo sujetaba en el centro, y llegar con él ,
sin que te pillara el contrario, hasta la raya en la que estaba tu equipo. Para
ganar en este juego había dos trucos muy sencillos: quedarte quieto en el centro
levantando el pañuelo, sin quitárselo de la mano al que la quedaba -si se le
caía o lo soltaba estabas perdido-, para que el contrario, que venía embalado
para cogerte, traspasara la raya del centro e hiciera falta; y salir corriendo
con él -sin llevar el pañuelo en la mano no podías traspasar la raya- hacia tu
territorio, en lugar de hacerlo hacia el tuyo, que es lo que esperaba que
hicieras todo hijo de vecino.
El
raspe.
Y ya que en la escuela
estamos, les hablaré del “raspe”, un entrañable juego que allí practicábamos. Se
jugaba con pelotas de goma en sitios estratégicos del pasillo del colegio -que tuvieran
como mucho tres lados- para que, dándole el efecto oportuno, no pudieran
mandarla a la pared frontal los que jugaban contigo. La pelota no podía
elevarse del suelo y tenía que tocar forzosamente los rodapiés de la pared
frontal, dándole con cualquiera de las dos manos. Si por lo que quiera que
fuese cambiaba de pasillo o se salía por la puerta de la calle, quien tuviera
que darle lo tenía claro. Este juego era muy parecido al de “tocar pared” que
practicábamos con balones de plástico en el refectorio de los frailes. La
diferencia es que al “raspe” jugábamos en el suelo de rodillas, agachados o
tumbados, y era de lo más emocionante e imprevisible, ya que de vez en cuando,
por estar donde estábamos, nos llevábamos algún sopapo por el alboroto que
armábamos.