Hacer la colada,
por increíble que pueda parecer ahora, era uno de los actos más concurridos,
disputados y variopintos de cuantos haya podido haber en nuestra ciudad, y, aunque
cualquier riachuelo era un buen lugar para realizarlo, todas nuestras madres
madrugaban para coger los mejores sitios, sobre todo en vísperas de las fiestas
de los pueblos vecinos, en que acudían a nuestra ciudad a lavar cantidad de
mujeres con las angarillas repletas de ropa cargada en pequeños burros. Cada
barrio tenía su zona concreta, y cada zona su rincón preferido. Así, por
ejemplo, las mujeres del casco antiguo hacían la colada a lo largo de la orilla
izquierda del río Najerilla. Las de San Fernando, en el viejo lavadero, en el
muelo, en el lavadero de las monjas -el de mi abuela Hermenegilda-, en el pozo
del sauce llorón de la Guindalera, en el río regador de “Chibirica” -este
riachuelo era muy disputado por bajar sus aguas templadas en invierno-, y el
resto compartía sitio con las mujeres de los pueblos de la comarca que se
apostaban a lo largo de la orilla derecha del río Najerilla, dispuestas a dejar
relucientes sus mejores prendas para lucirlas ufanas en las fiestas de sus
pueblos. Nuestras madres salían de sus casas con el balde de zinc repleto de
ropa cargado sobre la cabeza -protegida previamente con un pañuelo-, el cajón y
la tabla de lavar, con el taco de jabón de sebo -no había perras para comprar
el de “Lagarto”- y el trapito de azulejo bajo el brazo y, si se terciaba, con
un mozalbete o dos en la mano, y cuando llegaban a sus sitios preferidos, tras
colocarse bien en los cajones, mojaban y golpeaban la ropa contra la tabla de
madera, lanzándola artísticamente por los aires para que cayera de nuevo al
río, y darle el último jabón y el azulejo para aclararla y tenderla en las
yerbas altas del cascajo -en toda época las hubo- o meterla bien plegadita en
el balde de cinc, según fuera verano o invierno, y todo ello… ¡cantando! Era
enternecedor verlas golpear la ropa contra las tablas, postradas de rodillas en
los cajones de madera, con las manos casi transparentes de frío -sobre todo en
invierno-, canturreando canciones cual si estuvieran realizando la más
agradable de las labores, haciéndolo, además, como los propios ángeles. Cuesta
creer, en verdad, que estas benditas mujeres fueran capaces de cantar mientras
realizaban esta salvajada, más así era, y así queda reflejado. He de anotar,
también, como curiosidad, que en algunas ocasiones las alegres canciones de las
mujeres que se ponían a hacer la colada en el río de “Chibirica”, se mezclaban
con las manifestaciones de dolor de los entierros, por estar éstas apostadas
muy cerquita del cementerio.