Salto de pértiga.
Cuando el jardinero del
Ayuntamiento, Ángel Mínguez, comenzaba en otoño a podar los plátanos del Paseo,
le mangábamos las ramas más resistentes y comenzábamos a jugar con ellas al
salto de la pértiga -el más apasionante de los juegos-, que consistía
principalmente en saltarnos a lo ancho los riachuelos. Este juego era
practicado casi siempre en época de escuela, durante el recreo, y éramos muchos
los que, por habérsenos clavado la pértiga en el suelo -había mucho fango-, por
haberla colocado sobre una piedra resbaladiza, por haberla agarrado de muy
arriba o por cualquier otra circunstancia -a veces se rompían- hacíamos la cuca
-caernos al río-, teniéndonos que quedar sin entrar a clase cuando acababa el
recreo, a secarnos la ropa y los zapatos en improvisadas lumbres, lejos de la
vista de chivatos y maestros. Y allí estábamos nosotros, los más intrépidos -o
los más tontos, según se mire-, medio en pelotas, con un frío que pelaba,
dándole vuelta a la ropa para que se secara sin quemarse, y vigilando de
soslayo que no ardieran los palos clavados en el suelo, en los que habíamos
colgado los zapatos, pegaditos al fuego, para que antes de que diera la hora de
comer lo tuviéramos todo seco. Huelga decir que todo ese esfuerzo, fruto del
temor a que te castigaran, no nos servía de nada, porque sin terminar de entrar
en casa, nuestras madres percibían el peculiar olor a lumbre que se había
adherido a nuestras prendas, y tenías que confesar tu hazaña -bastante
manipulada, por cierto-, obviando la minipicia para que no te cascaran. Lo
único que conseguíamos era que no nos durasen absolutamente nada los zapatos
-mojarlos y secarlos los destrozaba-, ocasionando con ello un gasto
innecesario, que dañaba, aún más, la frágil economía doméstica. Además de saltar
los riachuelos -para nosotros auténticos mares-, hacíamos también campeonatos
de salto de longitud y de altura. Para estos últimos, atábamos una cuerda de
chopo a chopo -los teníamos a millares- e íbamos subiéndola a medida que
saltábamos todos sobre ella, hasta que, al alcanzar una altura considerable,
los pringaos de siempre teníamos que conformarnos con ver, mientras saltaban
por los aires, a los chulitos regodearse. Es menester decir, porque así lo
requiere el caso, que las pértigas eran para nosotros uno de los objetos más
preciados de cuantos pudieran existir en aquella época. Por ellas éramos
capaces de darnos de hostias a diario si alguien osaba cogérnoslas -las
dejábamos escondiditas debajo de las hojas-, aunque solo fuera por un rato. Tal
era para nosotros, amigos lectores, la grandeza de un humilde y triste palo.