A menudo me sorprenden las
peregrinas ideas que la gente se forja sobre ese imaginario más allá que nos
aguarda tras la muerte. Quien no soporta el pensamiento atroz de la aniquilación
y el definitivo derrumbe de cualquier atisbo de conciencia de sí mismo,
proyecta mentalmente un post mortem que es un calco idealizado de este más acá
que aún nos acoge. / Hace algunos años, y a propósito del fallecimiento de la
concejal del Ayuntamiento de Logroño Pilar Salarrullana, Álvaro Soto apuntaba,
en su sección Revista de Prensa del diario La Rioja, que «seguro que desde el
cielo Pilar Salarrullana habrá leído las elogiosas notas que los periódicos
nacionales han publicado sobre su último viaje». He aquí el primer rasgo que
ofrece ese más allá construido a medias entre la razón y nuestros propios y
sublimados deseos: la posibilidad de realizar desde el otro lado de la línea
divisoria de la muerte los mismos actos cotidianos que ejecutábamos en nuestra
existencia mortal, por ejemplo leer la prensa (o jugar al mus, o tocar la
guitarra. La casuística es muy amplia). En el más allá acaso podamos leer las
palabras elogiosas que escriban sobre nosotros, como Álvaro Soto sugería que
habría hecho Pilar Salarrullana, aunque el novelista Juan Manuel de Prada llegó
a dar un paso más al imaginar para sí mismo un paraíso de letra impresa que le
permitiría devorar en su particular eternidad todos los libros que no le dé
tiempo a leer en esta vida. Junto a estas inesperadas capacidades que nos
complacemos en adjudicar a quien ya no es materia sino, en el mejor de los
casos, sólo espíritu, aparece a menudo otro atributo que lo único que revela es
nuestro propio y aterrador desamparo. Quizá sea cierto que los muertos pueden
leer relajadamente desde ese otro lado de la muerte al que llegaron para
quedarse definitivamente, aunque parece que lo que algunos esperan de ellos es
que les cuiden y pastoreen instalados en ese territorio de sombras imposible de
ubicar y de describir y del que nadie ha regresado jamás. «Papá, yo sé que,
hagamos lo que hagamos Fuencisla y yo, mamá y tú cuidaréis de nosotras y de
nuestros hijos desde el cielo», escribió una mujer de cuarenta y pocos años
según se acredita en un arrugado recorte de prensa que aún guardo como oro en
paño. De este modo, los muertos llegan a ser concebidos en ocasiones como una
suerte de invisibles y atareados vigilantes de esta playa peligrosa y plagada
de sinsabores que sigue siendo el mundo de los que aún seguimos
(provisionalmente) vivos. / Fallecido un conocido empresario de transporte de
viajeros tras un estúpido accidente doméstico, a los pocos días del doloroso
óbito un amigo suyo publicó una carta en el diario regional en la que suponía a
su allegado conduciendo autobuses por el cielo y «llevando a los angelitos de
excursión» (¡sic!). Se trata del otro caso que quería exponer aquí: el de
aquellos muertos que, al parecer, no descansan tras la muerte y a los que no
tenemos empacho en suponer repitiendo en el más allá los mismos trabajos
agotadores que realizaban cuando aún estaban entre nosotros. Claro que también
están aquellos a quienes, instalados en esa dimensión etérea en la que no se
arruga la ropa ni se pasa hambre, otros imaginan disfrutando de las victorias
del equipo del que fueron forofos en vida, vigilando su marcha en la tabla y
dando botes de alegría cuando gana tal o cual torneo. Supongo que también
sufriendo cuando pierde o baja de categoría, o le roban con descaro ese partido
que ya tenía amarrado. Se trata de muertos a los que no les dejan deponer, ni
siquiera en su misma e intransferible muerte, esa absorbente afición que les
produjo, una tarde de domingo y viendo un partido ante el televisor, el infarto
a resultas del cual terminaron adquiriendo su condición actual y definitiva.
/Es sabido que el Islam ofrece a sus devotos un más allá donde pueden
disfrutar, entre otras cosas, de suculentos banquetes servidos por bellas
huríes (ignoro cuál es la alternativa que se les propone a las mujeres: ¿tal
vez cuadrillas de macizos strippers?). La opción católica resulta, en cambio,
demasiado timorata para que pueda satisfacer por completo a su todavía ancha
nómina de seguidores: «La permanente contemplación de Dios en un estado de paz
y beatitud sempiternas». Tantos siglos de refinamientos teológicos sobre Dios
Uno y Trino, tantas sutilezas conciliares sobre el pecado original, la
virginidad de María, la redención, el arrepentimiento o la culpa no han ayudado
a los altos poderes de la Iglesia a diseñar un paraíso verdaderamente
apetecible para su clientela más pastueña. Entretenidos en describir con
morbosa delectación los tormentos de ese infierno que aguardaba a los pecadores
y del que sólo ellos poseían el salvoconducto que podía librar a éstos de la
mordedura de sus llamas eternas, han dejado sin cubrir un flanco que el
personal ha ocupado por libre y desde el que ahora elucubra a su antojo. /Vale.
Uno se muere, llega al más allá y se encuentra con sus antepasados, con sus
padres, con sus viejos amigos y con aquella antigua novia que se la jugó un
vez. Tras aclarar algunos malentendidos, pedir disculpas, explicar cómo se las
ingenió en vida para hacer frente a la maldita hipoteca o revelar qué secreta
venganza se permitió en determinado punto de su testamento, comienza ese
presente sin fin que es como nos describen la eternidad. ¡Qué espanto! / No
deseo para mí ninguna clase de más allá. Si hay una idea que aún me perturba
más que la muerte es la de una vida post mortem que no termine nunca, la de un
presente congelado y eternizado sin otro porvenir ni esperanza que su propia
prolongación en un bucle que se retroalimenta a sí mismo. Pero mi rechazo
también proviene de que no quisiera encontrarme al otro lado de la muerte a
quienes me hicieron esta vida invivible y me machacaron donde más y mejor
podían hacerlo. Si me topara con ellos en el más allá, tendría que olvidarme de
mis más pertinaces rencores para afrontar una eternidad tranquila y sin
sobresaltos, pero por ahí sí que no paso.