El
escondite.
Este fue uno de los
juegos más sublimes y hermosos de cuantos hayamos podido practicar siendo
niños. Ningún otro puede comparársele por lo atrayente y delicioso que para
nosotros era -tanto para las niñas como para los niños- encontrarse en los
rincones más oscuros, agarrándonos con irrefrenable e inocente deseo después de
habernos toquiteado todo el cuerpo, y permanecer abrazados en completo silencio
del modo más dulce y tierno, deseando que quien tenía que encontrarnos no lo
hiciera nunca, para que durase eternamente el juego. Los que la quedaban, a su
vez, hacían exactamente lo mismo: en lugar de palparnos la cabeza o aquello que
fuera más característico en nosotros para conocernos, nos metían un repaso
cojonudo por todo el cuerpo, gritando que habías sido descubierto, cuando a lo
peor tenían sus manos puestas en tu lugar más íntimo y secreto. A este divino y
entrañable juego, que en nuestra jerga infantil denominábamos “esconderite”,
jugábamos siempre niñas y niños y, a pesar de que lo impoluto no precisa
ocultarse, lo hacíamos casi siempre por la noche en cualquier lugar en el que
hubiera portales, cuadras, carros, árboles, arbustos o setos en los que
esconderse, y era de lo más emocionante y palpitante, tal y como puede
desprenderse de lo hasta ahora dicho. Ni tan siquiera aquello de jugar a
médicos que practicábamos siendo aún más niños, y que no era otra cosa que el
levantarles las faldas a las chicas para verles en toda su plenitud las bragas,
so pretexto de ponerles una “indición” -inyección- en el culo, puede
comparársele. No obstante y aún así, a pesar de lo subliminal del escondite,
por alguna extraña razón de la naturaleza, que desde que nacemos nos lleva y
nos trae a vueltas con el sexo, este juego fue muy efímero en nuestras asilvestradas
vidas, que como tales, necesitaban de otras aventuras y de otros juegos.