Aunque Roberto no está en la foto, se ve perfectamente el Bar. |
Mis recuerdos de juventud,
amigos lectores, han de comenzar ineludiblemente en el Bar Chule Chimi, donde
llegué por casualidad, cuando mi
bienamado padre, una vez terminada la escuela, con tan sólo catorce
años, tal y como era costumbre entonces, me puso a trabajar en el viejo
surtidor de gasolina que él regentaba, y que se hallaba ubicado en la Calle del Carmen, justo en
el borde de la Plaza
de la Estrella,
al lado del entonces famosísimo restaurante “Las Pericas”, y a unos cincuenta
metros del citado bar. Por consiguiente, como ya habrán deducido ustedes,
ineludible será también que en éste mi primer artículo trate sobre dos temas
indistintamente: Surtidor de Gasolina, con el que terminé mis “recuerdos de
infancia”, y Bar Chule Chimi, no importando para nada el orden.
Hecha, pues, esta necesaria
introducción, hora es ya de que entremos en materia sin más dilación, rogando
que los dioses me protejan, y les protejan, en ésta nuestra nueva andadura que,
a buen seguro, ha de divertirnos un montón.
Cuando llegué al surtidor a
despachar gasolina, por aquello de la timidez y de la inexperiencia que los catorce años llevan implícitas, no me
movía de él ni un instante, así lloviera, nevara, helara o tronara, si no era
para ir a pesar los camiones que llegaban a la Báscula Municipal
que había en el edificio del Fielato (ya empezamos, usebín. Acabas de confesar
que ibas a hablar sobre dos temas y nada más comenzar a escribir ya has
incluido un tercero), a pesar los cargamentos de madera que los Monasterio,
Betolaza y Ochoa, principalmente, transportaban por todo España desde nuestros
montes y choperas (huelga, pues, decirles, amigos lectores, que la Báscula Municipal
también era regentada por mi bienamado padre.), o los carros de uva que en
vendimias acudían a ella en tropel, camino del lagar.
Pero, como el que tiene
vergüenza ni come ni almuerza, en un abrir y cerrar de ojos, ya estaba yo en el
espacio que había en la entrada del Bar Chule Chimi, a mano izquierda, en uno
de aquellos bancos altos que tenían, sentadito al lado de la sinfonola, echando
pesetas a punta de pala, como el que no quiere la cosa, marcando las teclas
A-2, H-7, C-5, G-3..., que era como se seleccionaban las canciones elegidas, bañándome con Miguel Ríos en el río
aquél, o volviendo con él a Granada en un tren que iba muy despacio, porque
había mucho tiempo para llegar.
Y lo que son las cosas, amigos
lectores, una vez roto el hielo y vencida la vergüenza primera, ya no salí de
allí ni para despacharles gasolina a mis sufridos clientes, que tenían que
andar buscándome como locos por todo el entorno, si querían llenar el depósito
de sus “mobilettes” de gasolina con “bardall” (o como quiera que se escriba),
que es lo que les había recomendado mi amigo Elías, que era quien se las vendía
y arreglaba, en el taller de motos que en la Calle Villegas
tenía, en lo que hoy es un Disco-Bar.
Y fue entonces cuando comenzó mi
verdadera enseñanza, porque tal y como decían por esos lares, sin percatarse,
me consta, de lo muchísimo que de cierto tenía, “el bar es la mejor
Universidad”. (Ya sé que la mejor Universidad es la vida, pero tampoco les
vamos a quitar la razón a quienes esto afirmaban. Dejémoslos en paz.)
Antes de que abrieran sus
puertas los talleres de carpintería y las fábricas de muebles, pasaban por allí
todos los carpinteros que, según afirmaba Roberto Morras en su copla,
trabajando con bravura levantaban nuestra ciudad, a tomarse sus revueltos
(vasitos de moscatel mezclado con anís), sus orujos o sus copitas de anís con
galletas, para ir, antes de que sonaran las sirenas, con la mejor de sus
sonrisas a trabajar.
Cuando estos bravos carpinteros
desaparecían, el bar iba llenándose poco a poco de viajantes, que habían
dormido en el Hotel Campana (estaba justo encima); taxistas ( éstos tenían la parada en la Plaza de la Estrella, junto a la
gasolinera); viajeros que venían a
nuestra ciudad o se iban de ella en autobús (los autobuses tenían la parada
junto al puente de Piedra, en la
Ribera del Najerilla); comerciantes, banqueros, labradores,
zapateros, desocupados (que también entonces los había)..., y raro era el día
que, por una u otra razón, no se montara alguna cojonuda, sobre todo si Dámaso
(el de las boinas), Eloy (el que se afeitaba la barba con un mechero de
gasolina), mi querido y siempre recordado Paquito Valderrama (el Legionario) y
los taxistas, coincidían.
Aunque a éstos últimos no les hacía falta nadie
para montarla, sobre todo a los entrañables Matías (Chinfú) y Antonio
(gabardinón), que eran capaces de reñir y hacer las paces veinte veces al día,
recuperando una y otra vez con un vaso de vino y un abrazo la amistad perdida,
cuando llegaba alguno de los personajes anteriormente citados, le hacían rabiar
continuamente, hasta hacerle perder la paciencia (y la compostura), y comenzaba
el recital de improperios, del que no se libraban ni los del más allá. Sin
embargo, menester es decirles, amigos lectores, que conmigo, aunque también me
hacían rabiar de vez en cuando, todos ellos se portaban de maravilla, dejándome
dormir la siesta todos los días, tumbado plácidamente en el asiento trasero de
sus coches, hasta que el sonoro juramento de un airado cliente, que por
casualidad había encontrado mi guarida, me hacía levitar. Y de justicia es, al
menos así me lo parece a mí, que les diga a ustedes también los nombres de
estos najerinos que se dejaron la vida llevándonos por todos y cada uno de los
pueblos de nuestra comunidad. Ellos eran, además de los dos ya citados: Matías
“Chinfú” y Antonio “Gabardinón”, Eugenio “el Jovito”, José María “Chamundín”,
Ramón Pascual, Ignacio “el Manito”,
Paquito “el Gallego”, Albino “el Italiano” y “los Sorianos”: Eugenio,
Mauricio y Angelito, que son los que más me hacían rabiar.
Paquito
Valderrama, apodado “el legionario”, como anteriormente ha quedado dicho,
además de ser un personaje muy entrañable para nosotros, los hombrecitos de
entonces, por habernos vendido de pequeñitos, las troneras con las que jodíamos
a todo el personal, y de más mayorcitos, los condones con los que no jodíamos
ni por casualidad, era un excelente peón, al que se disputaban a cara de perro
todos los agricultores y labradores de la comarca, y una persona a la que, por
su infinita bondad, no le cabía en el pecho el corazón. Cuando este buen hombre
(que a mí siempre me recordó a Mario Moreno “Cantinflas”, por su increíble
parecido) estaba desocupado, se pasaba horas y horas en el bar, manteniendo interminables
charlas consigo mismo a través del gigantesco espejo que en el centro de la
barra tenían puesto, hablando de las aventuras y desventuras que de soldado
vivió en Ceuta, en Melilla y en Tetuán.
A media mañana, hiciera frío o
calor, me encaminaba yo cada día hacia la tiendita de la señora Eufrasia
(estaba ubicada en el portal de su casa), a comprarme el gigantesco bocadillo de mortadela, chorizo o
salchichón, para metérmelo entre pecho y espalda en la barra del bar, con la
consabida cocacola que amablemente me servía mi amigo Roberto.
Por las tardes, antes de entrar a trabajar,
cantidad de obreros volvía de nuevo al bar a tomarse el completo (café, copa y
puro), mientras llenaban de boletos azules el suelo, buscando con ansia los que
tenían cinco, diez, veinticinco y cincuenta pesetas de premio.
Cuando terminaba la “operación completo” y se
iba cada cual a su puesto, abandonaba el bar Roberto, que era quien a las siete
de la mañana lo había abierto, y se quedaba de jefe Isaac Montelío, el camarero
( para mí “Cañamerín” y para la mayoría de los clientes “Cañamero”), con quien
jugábamos disputadísimas partidas de mus en la mesa de formica que junto a la
cristalera nos había puesto nada más llegar, para que yo pudiera vigilar el
surtidor sin abandonar el juego, Carlos Angulo, Félix Ojeda, Teodoro Arenzana,
Ricardo Diez, Paco “el gallego”, Tomás “beneré”, algún otro que ahora mismo no
recuerdo y yo, hasta que llegaban las cuadrillas a chiquitear y nos jodían el
invento.
Cuando esto ocurría, los
entrañables y siempre recordados Ceferino y Tomasa (dueños del bar y padres de
Roberto) ya llevaban algún tiempo, delantal en ristre, preparando banderillas y
bocadillos como locos, para atender las demandas de los muchísimos parroquianos
que en cuadrillas iban llegando al bar (la costumbre del chiquiteo tenía mucho
raigambre en nuestra ciudad), armando un increíble alboroto.
Por la noche, después de cenar, los asiduos
(principalmente jóvenes) íbamos llenando poco a poco las mesas que tenían en el
amplio salón de la parte de atrás (el Chule Chimi comunicaba el Arrabal de La Estrella con la Ribera del Najerilla), a
jugarnos los cuartos al “julepe”, al “hijo puta”, a las “siete y media”, a “los
montones” y al “subastao”, hasta la hora de cerrar, siempre que no televisaran
el mítico partido de fútbol, Real Madrid - Inter de Milán, o el Festival de
Eurovisión, porque cuando esto ocurría, éramos casi todos los najerinos los que
estábamos allí, entre insufribles nubarrones de humo de cigarrillos “Ducados”,
“Jean” y “Celtas Cortos”, animando a los nuestros para que se trajeran los
trofeos para acá.
Los Domingos y festivos, la familia
Baños-Turza al completo: Ceferino, Tomasa, Jesús y Roberto, “Cañamerín” y
algunos camareros más, se las veían y se las deseaban para atender con
prontitud a la cantidad de jóvenes que
de los pueblos vecinos acudían en tropel al bar a tomarse un “cacharrito”,
antes de dirigirse al “Mono” a bailar, haciéndole echar humo a la sinfonola, de
tanto poner canciones como “la luna ya está en el bote”, “boinas verdes”, el
“porón-pompero” o “la tramontana al pasar”.
En verano, aunque yo pasaba muchas horas
sentado con mis caros amigos Enrique, Alfonso, Salva, Pío, Feliciano, Guzmán,
Toño, Félix, Chuchi, Chabola, Daniel, Javi, David y algunos más, primero, y
Gerardo, Luis, Yumbito, Chuchi y Yecorín, después, en el escalón de la entrada
del Restaurante Las Pericas (cosa que ponía de los nervios al señor Serafín,
porque decía que no dejábamos pasar), esperando a que mis clientes vinieran a
echarles gasolina a las “mobilettes”, “velosólex”, “guzzis”, “vespas”, “lambrettas” y demás (también
venían alguna furgoneta, “DKV”, y los “gordinis”, “cuatro latas”, “cabras”,
“seiscientos”, “ochocientos cincuenta”, “mil quinientos” y algunos otros más,
que funcionaban con mi gasolina, que era la “normal”. Los de CAMPSA nunca
quisieron darnos la “Super”), mientras montábamos ciscos cojonudos con el señor
Pepe, “el guarnicionero”; el señor Sixto, que trabajaba en el almacén de frutas
del señor Julián, “el navarro”; el señor Luis, “el herrador”; Eusebio ( a este
no le damos el tratamiento de señor porque era más joven), el de la fábrica de
gaseosas y barras de hielo, y algunos najerinos más, a los que les gastábamos
bromas llenas de ingenio, pero exentas de maldad, seguía disfrutando de las
bondades que el Chule Chimi nos ofrecía, sobre todo la de ganar completos
gracias al cartón que metíamos en las máquinas (habilines) en las que jugábamos
horas y horas sin gastarnos un real, y la del gratificante agujero de los
servicios (retretes para los “ilustraos”), donde acudíamos como balas cada vez
que alguna chica iba a mear. Al ser período vacacional, además de los clientes
habituales, pasaban mucho tiempo conmigo en el bar, Linos, Nacho, José Ignacio
y todos los que vivían cerca de él, y Mikel, Silvano, Jonalber y otros tantos
de Bilbao, y la cuadrilla del “peque”, de Erandio, que durante muchos años
estuvieron viniendo a nuestra ciudad a veranear. Algunos de éstos llegaron a
ser grandes amigos míos, y muchos días compartía con ellos en el fielato lo que
mi madre me había llevado para comer cuando mi padre no podía ir a relevarme al
surtidor porque se encontraba mal.
Es menester decir ahora mismo,
para no faltar a la verdad, que lo del agujero de los servicios fue una de las
cosas más célebres de cuantas pudieron ocurrir en nuestra ciudad, ya que, por
más que se empeñara “Cefe” (que como ya ha quedado dicho era el jefe del bar)
en mantenerlo tapado, no habrá habido najerino de mi edad, que, después de
haberlo vuelto a abrir con un berbiquí, no haya estado mirando por él hasta
desmayar. Y es que la cosa no era para menos, amigos lectores, ya que las
chicas que entraban a mear (que estaban todas cojonudas, ¡para qué nos vamos a
engañar!), como echaban el cerrojo de la puerta de la entrada (o sea, la de
fuera), no cerraban la del retrete (o sea, la de dentro) dejándonos ver en toda
su plenitud, aquello que desde chicos nos trajo a todos a mal andar. Algunos,
como mi primo Gerardo, se tiraban tanto tiempo mirando a través del agujero,
que preparaban colas tremendas de furibundos clientes, capaces de matar al
cabronazo que les estaba impidiendo ejercer el sano y democrático derecho de
mear en libertad.
En ésta
maravillosa y bulliciosa estación, en la que la juventud de Nájera y la
muchísima que venía de fuera a veranear a nuestra ciudad, andaba sobrada de
tiempo para disfrutar, Karina nos volvía locos a todos, anunciándonos sin cesar
que “buscando en el baúl de los recuerdos, uuua, cualquier tiempo pasado nos
parecía mejor”, o que “allí estaba; había venido ya, tan feliz, con sus flechas
de amor para mí, y también, también para ti”, o que había “aires de fiesta y
los chicos y chicas rebosaban felicidad, parapapá.” También los Bravos nos
repetían incansablemente que “los chicos con las chicas, queríamos estar”, que
“negro era negro” y que “querían una motocicleta que les sirviera para correr,
con una camiseta que llevara el número diez”. Por su parte, Los Sírex, Los
Brincos, Los Mústang, Los Angeles, el Dúo Dinámico y demás, nos comentaban
melancólicamente, que “la otra noche, bailando estuvieron con Lola, y les dijo
que se encontraba muy sola”; que “con un sorbito de champán brindaron por el
nuevo amor”; “que en Galicia un día ocurrió, que una niña llamada Anduriña, de
su pueblo se escapó”; que “ quince años tenía su amor y que era bonita y
caprichosa”; que “globos rojos le comprarían por ser sólo una niña”; que su
“amiga tenía que volver, porque ya empezaba a anochecer, a su casa con sus
padres otra vez”; que “querían estar borrachos otra vez, otra vez”; que “llegó
la primavera a la ciudad y todo había cambiado de color”; que “hubo una vez una
mujer que era muy fea y cantaba muy bien”; que “mamá, mamá, un bello sueño tuve
ayer”; aunque yo, por llevar la contraria (que no por joder), prefería que los
Canarios me pidieran que me “pusiera de rodillas”, o que los Led Zeppelin me
dijeran que tenía “muchísimo amor”.
Todos estos subliminales
mensajes, los escuchábamos también plácidamente sentados en la terraza que en
la parte de atrás del bar (en la amplísima acera de la Calle Ribera del
Najerilla), montaban cada verano para atraer a más personal.
Cuando llegaba de nuevo el invierno, y la cosa
comenzaba a flojear, por las mañanas, mientras yo me tomaba un café con leche,
acompañado de dos magdalenas, mi caro amigo Roberto, se dedicaba a ensayar las
catas de Karate que el “Capitán Veneno” le había mandado mejorar; a resolver
los crucigramas de “La Gaceta
del Norte” (que eran dificilísimos, no se vayan ustedes a pensar), a estudiar,
y a devorar libros sin cesar.
Y llegados a este punto, que por fuerza mayor
ha de ser el final, es menester confesarles a ustedes, amigos lectores, algunas
cosas que, por diferentes razones, en este largo relato no se han podido
tratar. A saber: que según decían entonces, el bar se llamaba Chule Chimi, por
estar ubicado en una lonja propiedad de Jesús, alias “Chimino”, que al parecer
era un hombre muy presumido, de ahí lo de CHULEta de CHIMIno. Que alrededor del
bar se encontraban cantidad de negocios: restaurantes, bancos, almacenes de
frutas y coloniales, zapaterías, herrerías, bares, paradas de taxis y
autobuses, talleres de carpintería y de motocicletas, almacenes de bebidas y
tiendas de ultramar, lo que propiciaba que esa zona estuviera siempre llena de
personal. Que por más que fuera Roberto a quien más quise y respeté por su
forma de ser y su saber estar, su hermano Jesús también compartió conmigo
muchas penas y alegrías en las horas que estuvimos juntos en el bar. Que Tomasa
y Ceferino no fueron para mí unos simples camareros, sino algo muy especial.
Que aunque el camarero fijo era “Cañamerín” (aquél generoso hombre que, a pesar
de mi corta edad, siempre me trató como a un igual), en momentos concretos hubo
otros más, como los de Hormilleja y Angelito, el de Badarán. Que de vez en
cuando me sustituía en el surtidor mi Celineta del alma, para que yo pudiera ir
a aprender a tocar el laúd con Don Félix, a los bajos del Colegio de Nuestra
Señora de La Piedad. Que
en los últimos años de vida del Chule Chimi, se unió a esa gran familia Imperio
(hoy esposa de Roberto), quien, nada más llegar, merced a sus minifaldas,
preparó una auténtica revolución entre los parroquianos del bar. Que mi querido
y añorado amigo, José Ramón Bernal, cuando en verano hacía “picia” en el
trabajo, se pasaba horas y horas conmigo en el bar, escuchando música y
componiéndoles canciones a las chavalitas que habían venido a nuestra ciudad a
veranear. Que esporádicamente hacía alguna aparición por el bar, Luisito,
“Viguera”, promocionando los productos Tablex y Okal. Y, finalmente, que mi
bienamado padre Benedicto, tuvo que tener conmigo más paciencia que el Santo
Job, porque en lugar de atender debidamente la báscula y la gasolinera, como él
esperaba de mí, para poder llevar a casa un jornal, lo que hice fue derrochar
el dinero a espuertas, y despacharle a todos los clientes del modo más infame,
mientras permaneció abierto el bar. (¡Que Dios te haya premiado por ello, padre
mío, sentándote junto a Él a su mesa celestial!)
NOTA: Imperio, hermosa. Me ha sido
imposible encontrar una foto de nuestro querido Roberto.