La
Matanza.
A principios del
invierno, todos los chavales del pueblo estábamos expectantes para ver si
sorprendíamos al señor Teodoro Mendoza con sus utensilios de trabajo: caldero
de cinc, cuchillos, gancho de hierro y banqueta de madera, o, en su defecto,
oíamos los desgarradores gruñidos de algún cerdo, para acudir raudos y veloces
a contemplar el atractivo espectáculo de la matanza, con una mezcla de tristeza
y de placer a partes iguales. Si el descubrimiento lo hacíamos siguiendo al
señor Teodoro -matarife oficial para nosotros- por las callejuelas de la
ciudad, asistíamos a la operación completa. Esta comenzaba con dos hombres
tumbando al cerdo en la banqueta colocada contra la pared del edificio,
agarrándolo como podían de las patas, mientras el señor Teodoro les ayudaba
clavándole un gancho con forma de ese en la papada -que sujetaba poniéndose el
otro extremo en una pierna- e introduciéndole a continuación un cuchillo de
grandes dimensiones en el cuello, para que el fiero animal se desangrara. De
rodillas en el suelo, una mujer provista de delantal y bien arremangada, iba
dándole vueltas con la mano a la vaporosa sangre que a borbotones iba cayendo
al balde de plástico -esto se hacía para que no se cortara, nos decían-, para
utilizarla después en la elaboración de las sabrosas morcillas. Cuando el
abatido animal había exhalado el último alarido, el señor Teodoro preparaba una
cama de helechos en el suelo, en la que era depositado el cerdo; a
continuación, lo cubría por entero de helechos y le prendía fuego. Una vez
extinguidos los helechos, le daban la vuelta y repetían la operación para que
se chamuscara por completo. Esta era la parte que más nos gustaba a nosotros:
observar ensimismados cuán rápidos ardían los helechos, desapareciendo por los cielos
najerinos convertidos en diminutas pavesas, mientras explotaban cantidad de
ampollas en la piel del cerdo. Después, mojando un puñado de helechos en un
caldero de cinc lleno de agua fresca, el señor Teodoro lo limpiaba bien, y acto
seguido, lo colocaban entre todos en una escalera de madera boca abajo, para
ser abierto en canal. Llegados a este punto, el último de la operación, siempre
caían algunos pellejos que, sin ningún temor a posibles enfermedades, comíamos
mucho antes de que los dueños del cerdo le llevaran las muestras al veterinario
de turno. Y, al igual que en los cuentos de hadas, todos éramos felices y
comíamos pellejos a falta de perdices.